Ya he perdido la cuenta del tiempo que hace que no paso por un confesionario. Tampoco sé cuándo volveré a pasar. La verdad es que los cristianos tenemos una curiosa forma de lavar nuestra alma, metidos en una cabina de madera con celosías, cortinas y reclinatorio, en medio de una oscuridad que pretende amparar nuestro anonimato y la vergüenza que nos produce la revelación de nuestros pecados, por pequeños que éstos puedan ser. Ignoro en otras religiones cómo se purgan los pecados y se descarga la conciencia.
“Ave María Purísima”, dice el confesor, a modo de salutación, una forma de romper el hielo. “Sin pecado concebida”, le respondemos. La alusión a la Virgen parece siempre tranquilizadora.
Intento recordar qué es lo que decía yo entonces. El eterno problema de cómo empezar. Mis pecados no es que fueran muchos, pero había que hacer una relación mental para procurar no olvidar ninguno. Los nervios empezaban ya en la cola de espera, y no me abandonaban hasta que entraba en el confesionario y empezaba a hablar. Me sudaban las manos.
Cuando recordaba el número y el orden de los Mandamientos era más fácil. ¿Puede que haya pecados que no encajen en esa clasificación?. ¿Quizá cada mandamiento se puede subdividir en otros mandamientos, se pueden ramificar para abarcar así toda la extensión de la pecaminosidad humana?. Había que procurar no olvidar ninguno porque eso en sí mismo podía suponer un pecado. Sería una confesión incompleta, defectuosa. En aquella época me imponía muy estrictamente las obligaciones religiosas, parecía no haber lugar a las equivocaciones. Ahora, que me doy más cuartel, pienso que tampoco tenía tanta importancia la omisión por olvido (o por nervios). Lo peor era cuando estaba en el confesionario aquel sacerdote de mi parroquia que era tan mayor y que estaba el pobre tan sordo. Entonces había que alzar tanto la voz que el secreto de confesión dejaba prácticamente de existir.
¿Honré a mis padres?. ¿Tuve pensamientos lúbricos?. ¿Falté alguna vez a la verdad?. Lo de pelearme mucho con mi hermana no sabía dónde encajarlo. El sacerdote acogía cada confesión con una leve inclinación de cabeza, normalmente apoyada la cara sobre el puño en posición de reposo y meditación, cuando no de aburrimiento absoluto, la mirada fija en el suelo. Cuando terminaba, él iniciaba una breve plática haciendo alusión a algunas de las cosas que yo le hubiera dicho, con recomendaciones para no volver a caer en esas tentaciones y para reconducir mi conducta. El confesor es el psicólogo de alma.
Aunque el examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito de enmienda eran verdaderos, y además de decir mis pecados al confesor cumplía mi penitencia, no tardaba mucho en reincidir, siempre en las mismas cosas. ¿Perdonará Dios al que tantas veces tropieza en la misma piedra?. A veces dudaba de que la confesión fuera vehículo suficiente para la salvación de mi alma, y la penitencia impuesta me parecía demasiado poca cosa: un Padrenuestro y unas cuantas Ave Marías no iban a ninguna parte. No es que abogase por la flagelación y el ayuno, pero sí por algo más contundente, no sé qué podría ser.
Sin duda, la parodia que hacen en la Etb sobre el tema de la confesión contribuye a quitarle yerro al asunto. Es sencillamente hilarante. El pecador, siguiendo las indicaciones de una mecánica y grabada voz femenina que sale de un confesionario, debe decir en voz bien alta cuál ha sido su pecado y apretar el botón del número que indique cuántas veces lo ha cometido. Como se pone nervioso y se equivoca, aprieta demasiadas veces los botones, y el resto de los escandalizados feligreses se enteran de forma equívoca de los pecados que supuestamente tiene en su haber. Antes de que salga impresa su penitencia sale corriendo, y el párroco llega, descorre las cortinillas del confesionario y regaña a una monja traviesa que, sentada en él micrófono en mano, es la causante de la broma.
Con los años la relación de mis culpas ha roto la rutina que tenía establecida y se ha sofisticado bastante. Ya no sé ni contra qué mandamientos he atentado. Desde que me divorcié no se me ha vuelto a ocurrir pasar por un confesionario. ¿Qué podría decir?. ¿Que rara vez voy ya a Misa?. ¿Que he roto el sagrado vínculo matrimonial, al menos en lo civil, con un divorcio?. ¿Que he tenido ganas muchas veces de acabar con todo para siempre?. Por poner un ejemplo. No creo que ni siquiera a un pobre sacerdote le alcance el sueldo como para tener que oir semejantes cosas. Además adivino lo que me diría: “Hija mía, debes ver las cosas de otra manera. Acércate de nuevo a Jesús, del que parece que andas un poco alejada. Él te reconfortará”.
Y la verdad es que seguramente tenga razón, pero me temo que es más fácil decirlo que llevarlo a la práctica. ¿Qué hacer cuando los rígidos parámetros de la religión que se profesa encorsetan la vida de tal manera que nos obliga a asumir situaciones insoportables antes que a darles una solución?. Los sacramentos se toman con todas sus consecuencias, pero muchas veces parece que se sufren con resignación más que se aceptan con devota alegría. Son los inconvenientes de unas creencias que se basan en el sacrificio, el martirio, la penitencia, aunque su seguimiento reconforte en los momentos dolorosos y produzca satisfacción en otros ámbitos.
Un compañero que tenía en mi anterior trabajo, un señor mayor muy religioso y muy buena persona, me dijo en una ocasión, con palabras muy hermosas que no sé reproducir aquí, que Dios conoce las circunstancias de cada cual y que aunque nos desviemos de sus sagrados preceptos no nos juzga implacablemente.
Él, que todo lo ve, sabe mejor que nadie cómo soy yo. El estricto cumplimiento de sus designios va por detrás de su perdón, de su bondad, de su comprensión. La Iglesia cristiana, tal y como hoy la conocemos, es un sucedáneo de lo que fue la Iglesia primitiva que inició Jesús. Muchos siglos han pasado desde entonces, pero su evolución no ha ido al compás del devenir de los tiempos. Los pecados siguen siendo los mismos, aunque ahora adopten otras denominaciones. Los pecadores, me temo, seguimos siendo siempre los mismos también.
Quisiera poder volver a oir aquello de “Ego te absolvo pecatis tuis”, y poder decirle a un sacerdote: “Bendígame padre”.
“Ave María Purísima”, dice el confesor, a modo de salutación, una forma de romper el hielo. “Sin pecado concebida”, le respondemos. La alusión a la Virgen parece siempre tranquilizadora.
Intento recordar qué es lo que decía yo entonces. El eterno problema de cómo empezar. Mis pecados no es que fueran muchos, pero había que hacer una relación mental para procurar no olvidar ninguno. Los nervios empezaban ya en la cola de espera, y no me abandonaban hasta que entraba en el confesionario y empezaba a hablar. Me sudaban las manos.
Cuando recordaba el número y el orden de los Mandamientos era más fácil. ¿Puede que haya pecados que no encajen en esa clasificación?. ¿Quizá cada mandamiento se puede subdividir en otros mandamientos, se pueden ramificar para abarcar así toda la extensión de la pecaminosidad humana?. Había que procurar no olvidar ninguno porque eso en sí mismo podía suponer un pecado. Sería una confesión incompleta, defectuosa. En aquella época me imponía muy estrictamente las obligaciones religiosas, parecía no haber lugar a las equivocaciones. Ahora, que me doy más cuartel, pienso que tampoco tenía tanta importancia la omisión por olvido (o por nervios). Lo peor era cuando estaba en el confesionario aquel sacerdote de mi parroquia que era tan mayor y que estaba el pobre tan sordo. Entonces había que alzar tanto la voz que el secreto de confesión dejaba prácticamente de existir.
¿Honré a mis padres?. ¿Tuve pensamientos lúbricos?. ¿Falté alguna vez a la verdad?. Lo de pelearme mucho con mi hermana no sabía dónde encajarlo. El sacerdote acogía cada confesión con una leve inclinación de cabeza, normalmente apoyada la cara sobre el puño en posición de reposo y meditación, cuando no de aburrimiento absoluto, la mirada fija en el suelo. Cuando terminaba, él iniciaba una breve plática haciendo alusión a algunas de las cosas que yo le hubiera dicho, con recomendaciones para no volver a caer en esas tentaciones y para reconducir mi conducta. El confesor es el psicólogo de alma.
Aunque el examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito de enmienda eran verdaderos, y además de decir mis pecados al confesor cumplía mi penitencia, no tardaba mucho en reincidir, siempre en las mismas cosas. ¿Perdonará Dios al que tantas veces tropieza en la misma piedra?. A veces dudaba de que la confesión fuera vehículo suficiente para la salvación de mi alma, y la penitencia impuesta me parecía demasiado poca cosa: un Padrenuestro y unas cuantas Ave Marías no iban a ninguna parte. No es que abogase por la flagelación y el ayuno, pero sí por algo más contundente, no sé qué podría ser.
Sin duda, la parodia que hacen en la Etb sobre el tema de la confesión contribuye a quitarle yerro al asunto. Es sencillamente hilarante. El pecador, siguiendo las indicaciones de una mecánica y grabada voz femenina que sale de un confesionario, debe decir en voz bien alta cuál ha sido su pecado y apretar el botón del número que indique cuántas veces lo ha cometido. Como se pone nervioso y se equivoca, aprieta demasiadas veces los botones, y el resto de los escandalizados feligreses se enteran de forma equívoca de los pecados que supuestamente tiene en su haber. Antes de que salga impresa su penitencia sale corriendo, y el párroco llega, descorre las cortinillas del confesionario y regaña a una monja traviesa que, sentada en él micrófono en mano, es la causante de la broma.
Con los años la relación de mis culpas ha roto la rutina que tenía establecida y se ha sofisticado bastante. Ya no sé ni contra qué mandamientos he atentado. Desde que me divorcié no se me ha vuelto a ocurrir pasar por un confesionario. ¿Qué podría decir?. ¿Que rara vez voy ya a Misa?. ¿Que he roto el sagrado vínculo matrimonial, al menos en lo civil, con un divorcio?. ¿Que he tenido ganas muchas veces de acabar con todo para siempre?. Por poner un ejemplo. No creo que ni siquiera a un pobre sacerdote le alcance el sueldo como para tener que oir semejantes cosas. Además adivino lo que me diría: “Hija mía, debes ver las cosas de otra manera. Acércate de nuevo a Jesús, del que parece que andas un poco alejada. Él te reconfortará”.
Y la verdad es que seguramente tenga razón, pero me temo que es más fácil decirlo que llevarlo a la práctica. ¿Qué hacer cuando los rígidos parámetros de la religión que se profesa encorsetan la vida de tal manera que nos obliga a asumir situaciones insoportables antes que a darles una solución?. Los sacramentos se toman con todas sus consecuencias, pero muchas veces parece que se sufren con resignación más que se aceptan con devota alegría. Son los inconvenientes de unas creencias que se basan en el sacrificio, el martirio, la penitencia, aunque su seguimiento reconforte en los momentos dolorosos y produzca satisfacción en otros ámbitos.
Un compañero que tenía en mi anterior trabajo, un señor mayor muy religioso y muy buena persona, me dijo en una ocasión, con palabras muy hermosas que no sé reproducir aquí, que Dios conoce las circunstancias de cada cual y que aunque nos desviemos de sus sagrados preceptos no nos juzga implacablemente.
Él, que todo lo ve, sabe mejor que nadie cómo soy yo. El estricto cumplimiento de sus designios va por detrás de su perdón, de su bondad, de su comprensión. La Iglesia cristiana, tal y como hoy la conocemos, es un sucedáneo de lo que fue la Iglesia primitiva que inició Jesús. Muchos siglos han pasado desde entonces, pero su evolución no ha ido al compás del devenir de los tiempos. Los pecados siguen siendo los mismos, aunque ahora adopten otras denominaciones. Los pecadores, me temo, seguimos siendo siempre los mismos también.
Quisiera poder volver a oir aquello de “Ego te absolvo pecatis tuis”, y poder decirle a un sacerdote: “Bendígame padre”.
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