Es curiosa la fe que tiene la gente en la lotería y en los juegos de azar en general. Todos los años, primero en Navidad y luego en enero, caemos una y otra vez en la trampa de esa ilusión difícilmente realizable que responde a un sistema de probabilidades improbables para la inmensa mayoría de nosotros. Que si tradición, que si costumbre social, la superstición en muchos casos cuando se juega a un determinado número o en una determinada administración, que si por si acaso toca..., en fin, muchos son los motivos que esgrimimos para seguir tentando a la suerte y pocos los resultados obtenidos.
El sentido práctico nos debería llevar a olvidarnos del tema, y más cuando vemos aberraciones como esa de que el dinero que toca a un número que no ha comprado nadie va a parar a Hacienda, cuyas arcas están ya bastante surtidas. Hay un problema de distribución de la riqueza importante, que si me dejaran seguro que yo podría solucionar.
El sentido práctico nos debería llevar a olvidarnos del tema, y más cuando vemos aberraciones como esa de que el dinero que toca a un número que no ha comprado nadie va a parar a Hacienda, cuyas arcas están ya bastante surtidas. Hay un problema de distribución de la riqueza importante, que si me dejaran seguro que yo podría solucionar.
Pero de sentido práctico en realidad nunca hemos andado muy sobrantes los españoles, más bien todo lo contrario: nos puede el corazón y una confianza ciega en nuestra propia suerte que está fuera de toda lógica.
Además la lotería de Navidad ya no ha vuelto a ser la misma desde que se canta en euros y no en pesetas, ha perdido la musicalidad.
Además la lotería de Navidad ya no ha vuelto a ser la misma desde que se canta en euros y no en pesetas, ha perdido la musicalidad.
Con el azar es lo que pasa: la incertidumbre de lo que puede acontecer, la emoción de un posible premio, la adrenalina que se descarga mientras da vueltas el bombo, la ruleta, las ventanitas de la máquina de los recreativos, o cualquiera de los muchos artilugios que se han inventado para sacar el dinero a la gente. Y es que nos encanta llenar los bolsillos sin tener que trabajar.
Yo sólo he estado dos veces en un casino y fue por conocer el ambiente: la primera vez en mi adolescencia, cuando un tío nos llevó a mí y a mi hermana al de Villajoyosa, en Alicante, durante unas vacaciones. Se gastó un buen pellizco para que viéramos cómo funcionaba aquello. Estuvimos todo el tiempo junto a una mesa en la que se jugaba a la ruleta. Los apostadores se empujaban entre sí ansiosos para conseguir un lugar desde donde se pudieran ver las jugadas lo más cerca posible. Sus ojos estaban desorbitados y sudaban sin parar. Nunca había visto tantos nervios, tal frenesí, parecía que les iba la vida en ello. Era como si por un lado sintieran pánico ante la posibilidad de perder su dinero y por otro lado se dejaran arrastrar por un impulso irracional que les hacía apostar una y otra vez pese a estar precisamente perdiéndolo. Los síntomas se parecen mucho a los de cualquier adicción, jugar se puede convertir en una especie de droga.
La otra vez que estuve en un casino fue en el de Torrelodones, hace unos pocos años, al que fui con mi ex marido y unos amigos. En esta ocasión me paseé por las mesas donde se jugaba al black jack. Los jugadores sostenían sus cartas frente a sí con un aire misterioso e interesante. Casi todos tenían un gran puro en su boca y lucían anillos con grandes pedruscos. Aunque yo no entiendo ese juego, resultaba muy espectacular seguir su proceso, los movimientos de los jugadores, sus gestos. También me acerqué a las mesas donde estaban las ruletas. Vi con tristeza a un conocido actor, atrapado en las garras de la ludopatía, jugando en tres mesas a la vez: cuando en una mesa la ruleta terminaba de girar ya estaba corriendo para acercarse a otra y ver lo que pasaba, y luego a una tercera. Se le veía sudoroso, con la corbata a medio quitar y medio descamisado. Parecía al borde del infarto.
En una mesa lejana vi a una señora, con un aspecto muy corriente, apostar una cantidad de dinero que me dejó helada, no sé si era mi sueldo de un año o poco más o menos. Aquella mujer era capaz de desprenderse en un momento de un dinero que a mí me costaba meses conseguir, y lo hacía casi sin pestañear, con una frialdad y una indiferencia pasmosas.
La gente es capaz de perder la cabeza por culpa de un simple juego, y así hay anécdotas, como la que me contó en su momento mi tío, sobre que en los casinos de Montecarlo suelen dejar un fajo de billetes en el bolsillo interior de la chaqueta a los que se suicidan cuando lo pierden todo y desesperados deciden pegarse un tiro, para no desacreditar el lugar.
A mí es difícil que alguna vez los juegos de azar me atrapen, pero si fuera así a lo mejor me veo cuando sea viejecita cantando bingo por ahí, con mis cartones llenos de números que mi ilusión o mi ingenuidad me harán creer que son premio seguro. Igual hasta tengo suerte.
Yo sólo he estado dos veces en un casino y fue por conocer el ambiente: la primera vez en mi adolescencia, cuando un tío nos llevó a mí y a mi hermana al de Villajoyosa, en Alicante, durante unas vacaciones. Se gastó un buen pellizco para que viéramos cómo funcionaba aquello. Estuvimos todo el tiempo junto a una mesa en la que se jugaba a la ruleta. Los apostadores se empujaban entre sí ansiosos para conseguir un lugar desde donde se pudieran ver las jugadas lo más cerca posible. Sus ojos estaban desorbitados y sudaban sin parar. Nunca había visto tantos nervios, tal frenesí, parecía que les iba la vida en ello. Era como si por un lado sintieran pánico ante la posibilidad de perder su dinero y por otro lado se dejaran arrastrar por un impulso irracional que les hacía apostar una y otra vez pese a estar precisamente perdiéndolo. Los síntomas se parecen mucho a los de cualquier adicción, jugar se puede convertir en una especie de droga.
La otra vez que estuve en un casino fue en el de Torrelodones, hace unos pocos años, al que fui con mi ex marido y unos amigos. En esta ocasión me paseé por las mesas donde se jugaba al black jack. Los jugadores sostenían sus cartas frente a sí con un aire misterioso e interesante. Casi todos tenían un gran puro en su boca y lucían anillos con grandes pedruscos. Aunque yo no entiendo ese juego, resultaba muy espectacular seguir su proceso, los movimientos de los jugadores, sus gestos. También me acerqué a las mesas donde estaban las ruletas. Vi con tristeza a un conocido actor, atrapado en las garras de la ludopatía, jugando en tres mesas a la vez: cuando en una mesa la ruleta terminaba de girar ya estaba corriendo para acercarse a otra y ver lo que pasaba, y luego a una tercera. Se le veía sudoroso, con la corbata a medio quitar y medio descamisado. Parecía al borde del infarto.
En una mesa lejana vi a una señora, con un aspecto muy corriente, apostar una cantidad de dinero que me dejó helada, no sé si era mi sueldo de un año o poco más o menos. Aquella mujer era capaz de desprenderse en un momento de un dinero que a mí me costaba meses conseguir, y lo hacía casi sin pestañear, con una frialdad y una indiferencia pasmosas.
La gente es capaz de perder la cabeza por culpa de un simple juego, y así hay anécdotas, como la que me contó en su momento mi tío, sobre que en los casinos de Montecarlo suelen dejar un fajo de billetes en el bolsillo interior de la chaqueta a los que se suicidan cuando lo pierden todo y desesperados deciden pegarse un tiro, para no desacreditar el lugar.
A mí es difícil que alguna vez los juegos de azar me atrapen, pero si fuera así a lo mejor me veo cuando sea viejecita cantando bingo por ahí, con mis cartones llenos de números que mi ilusión o mi ingenuidad me harán creer que son premio seguro. Igual hasta tengo suerte.
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