lunes, 24 de mayo de 2010

En el valle de Elah


Al igual que la guerra de Vietnam tuvo en su momento su réplica de protesta y reivindicación en la gran pantalla, la guerra de Irak no se queda atrás en este sentido.
“En el valle de Elah” se mira esta contienda desde dentro. Un militar retirado comprueba hasta qué punto un determinado conflicto bélico puede cambiar a las personas, a través de los videos que su hijo le mandaba, cuya desaparición y muerte está investigando. Las imágenes que dejó, aunque confusas, permiten vislumbrar suficientes detalles como para que se nos pongan los pelos de punta.
En esos videos se ve cómo era la vida de su hijo en Irak. Los escarceos con el enemigo casi parecen lo de menos. Mientras se internan en los edificios abandonados, derruidos, se detienen a contemplar los cadáveres de los iraquíes que han muerto en sus casas. Todos los comentarios que hace el hijo van dirigidos a su padre. “Qué raro papá. Sus ropas están intactas”. Los fallecidos, mujeres, jóvenes y niños, tienen la piel calcinada pegada al hueso, pero sus vestimentas no han sufrido daño. Todo esto hace pensar que han sido víctimas de una guerra bacteriológica. La población civil, indefensa, es atacada lo mismo que el ejército. Uno de los compañeros le pone una pegatina roja en la frente a una de las descarnadas calaveras. Éste es un primer detalle macabro, el indicio de que algo empieza a no ir bien en la mente de los soldados.
Más adelante, en otro video, se ve al hijo y sus compañeros circulando con un jeep por la carretera de una población. Está enfocando al conductor cuando el vehículo tropieza con algo y lo sobrepasa. Ellos intercambian algunas expresiones de asombro y otras palabras ininteligibles. Cuando el padre recorre esa misma trayectoria comprende qué es lo que ha pasado: un niño iraquí parado en medio del camino que no se ha cerciorado de que un vehículo se le echa encima. El jeep en el que viajaba su hijo lo atropelló, le pasó por encima y lo dejó tirado a un lado. Cuando ya han avanzado un tramo, el hijo hace que paren, sale y le hace una foto desde la distancia con su móvil. Su rostro no refleja sentimiento alguno.
El padre recuerda una llamada que su hijo le hizo pidiéndole ayuda. “Sácame de aquí, papá. Ha ocurrido una cosa que… Por favor, sácame de aquí, ya no lo aguanto más”. Él intenta dar ánimos al hijo, pero no hace caso de lo que le dice. No en vano está en una guerra, es un soldado igual que lo fue él, y tiene una misión que cumplir. Lo contrario sería una cobardía.
No me es difícil ponerme en la piel de este hombre, pues mi hijo dice querer ser militar en el futuro. Me da miedo imaginarlo vestido para el combate, armado hasta los dientes, metido en medio del fuego, la destrucción, el dolor y la muerte. Pero más miedo me da el pensar que él disfrute con eso. La descarga de adrenalina no puede ser comparable a la conseguida con ninguna otra actividad, y ese es el principal atractivo para las personas que son amantes de las emociones fuertes.
A Miguel Ángel le gustan los videojuegos y las películas bélicos, cuanto más cruentos sean mejor. Cierto es que nada tiene que ver jugar a la guerra sentado cómodamente en el sillón de tu casa que no en un escenario real, emboscado en la esquina de algún edificio derruido, metido en una trinchera o arrastrándote por el barro. A él le perturban pocas cosas, es bastante frío según de lo que se trate, y muy obsesivo. No ve a los enemigos como personas sino como objetivos. Hay una misión que cumplir y hay que llevarla a término cueste lo que cueste. Ni siquiera es una cuestión de honor, de valor o de defensa de la patria. Es una forma de canalizar un instinto salvaje, depredador, que dicen que todos llevamos dentro y es lo que nos ha permitido evolucionar como especie hasta nuestros días. O sólo es una manera de poner a prueba la propia capacidad de supervivencia. Pero, sea por lo que fuere, todo lo que nos supera como personas termina pasando factura.
Y al igual que en el ejército, Miguel Ángel tiene arraigada una curiosa mezcla de individualismo y espíritu de camaradería. Ninguna otra cosa sería peor para él que ver morir a un compañero.
Todas las guerras tienen su batería de consecuencias irreparables para la mente de los que han participado en ellas, pero también es verdad que antes se batallaba de otra manera. Pese a la crueldad de las acciones que siempre hay que emprender, existía un código de honor, una ética, el respeto a unos valores que hoy prácticamente han desaparecido. Los episodios sangrientos solían relegarse al campo de batalla, en ningún otro momento se hacía uso de una violencia gratuita, y menos contra la población civil.
Este nuevo enfoque de la guerra quizá se deba a que existen nuevas y más devastadoras formas de destruir, y a la manera como se entrena a los soldados. Se los convierte en psicópatas, en máquinas de matar, igual que cuando se adiestra a los perros para que ataquen, se les hace un lavado de cerebro y se convierten en asesinos.
Se me ha quedado grabada una pregunta del pequeño hijo de la policía que, en la película, ayuda al antiguo militar a esclarecer los hechos. Le explican la historia de David y Goliat: en un monte había un ejército que se creía invencible porque poseía un gigante cuya fuerza colosal era capaz de acabar con cualquier enemigo. En el monte de en frente había otro ejército, y de vez en cuando confluían en un punto intermedio, en el valle de Elah, y luchaban. Hasta que un niño de ese otro ejército, que era pastor, quiso enfrentarse al gigante y le mató lanzándole una piedra con una honda. Siempre nos ha maravillado ver que el más pequeño era capaz de vencer al más grande y fuerte, simplemente haciendo uso del ingenio. Pero el hijo de la policía, cuando oyó el relato, no pensó en nada de eso, sino que preguntó: “Pero por qué tiene que luchar David, si es un niño”.
En el valle de Elah todo es posible, pues es un lugar de miseria y desolación. ¿Cuándo podrá volver a ser un lugar de paz?.
 
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