viernes, 30 de noviembre de 2007

Ilusión


Hace unas semanas mis hijos volvieron a asaltarme con sus preguntas de siempre, mientras estábamos comiendo en un restaurante. "¿A que los Reyes Magos son los padres?", dijeron, "y el ratoncito Pérez también, ¿a que sí?".

Ellos, que ya tienen edad sobrada para saber todas estas cosas, querían oirlo de mis labios, como la confirmación de un hecho fehaciente. Yo, como es habitual en mí, ponía cara de pócker, se me escapaba una sonrisilla, y contestaba con evasivas. "¿Cómo podeis poner en duda todas esas cosas?. Eso es algún compañero vuestro de clase que no cree en nada y os mete ideas raras en la cabeza. Lo que quereis es destruir mis ilusiones, a callarse de una vez".

Todos mis intentos por cambiar de tema fueron infructuosos. Al final, cuando estaba acometiendo, cuchillo y tenedor en ristre, un trozo del filete que tenía frente a mí, me decidí a hablar, no sin cierta exasperación. "¡ Sí, sí, sí!", exclamé sin levantar la vista de mi plato, "los Reyes Magos son los padres, y el ratoncito Pérez también".

Cuando me decidí a mirarlos vi que mi hija, que era la que estaba más cerca, se había quedado inmóvil contemplándome con esos ojos enormes y tristes que últimamente exhibe con demasiada frecuencia. Luego cambió de actitud, quizá para quitarle importancia a la cosa, y adoptó una pos medio dramática que le gusta poner cuando quiere pincharme. "Has destruido nuestra infancia", dijo en tono teatral.

El niño, mientras, simuló con un dedo en el aire un electrocardiograma que se quedaba plano, luego se llevó las manos al corazón y simuló que se moría por la impresión recibida. Después movió los dedos por encima de su cabeza e hizo como que se abría la tapa de los sesos, mientras decía: "Claro, con todo ésto que sé ahora no me extraña que haya acabado así". Luego repitió la broma con su hermana. Él está iniciando ahora la época del "pavo", y creo que va a ser un alumno aventajado.

Las preguntas se sucedieron entonces: que cómo lo había hecho, que dónde escondía los regalos, que cuándo los ponía junto al árbol de Navidad para que ellos los encontraran, que si iba a seguir regalándoles cosas .... "Por supuesto que sí", les dije, "os mereceis ésto y más. Pero pensad por un momento en todos esos niños que nunca han tenido de nada por su pobreza. No os quejeis nunca porque sois más afortunados que ellos". Parecieron pensarlo por un momento.

Lo cierto es que en ésto, como en casi todo lo demás mientras duró mi matrimonio, me ví siempre sola, no tuve con quién compartir esa ilusión, como la habían compartido mis padres: comprar juntos los regalos, colocarlos la noche anterior ....

Le dije que el tenerles a ellos había supuesto revivir ese mundo de magia y fantasía, precioso y perfecto, que yo había disfrutado en mi niñez, y que ellos probablemente harían lo mismo si algún día tenían hijos.

Se quedaron más conformes tras la desilusión inicial, porque siempre la verdad, aunque no sea muchas veces agradable, produce como cierta seguridad moral, la afirmación de convicciones profundas que ya se tenían o la confirmación de veladas sospechas que flotaban en la mente.

Les conté cómo había sido mi descubrimiento: mi hermana, mucho más avispada que yo, me llevó hasta el dormitorio de nuestros padres, abrió un armario y allí puder ver los juguetes que estaban escondidos. Mi decepción fue grande, pero enseguida comprendí, con diez años que tenía igual que mi hija ahora, que con estas pequeñas mentiras se sustentan grandes ilusiones, y me dolió pensar el esfuerzo económico tan enorme que tuvieron que hacer nuestros progenitores para mantener esa tradición. Lamenté haber pedido tantas cosas.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, te diré que espero que todas las ilusiones que mis hijos puedan ver desaparecer a lo largo de su vida sean como éstas, y no otras aún mayores. Lo malo es que ahora lo ponen en duda todo. Escepticismo general. Combatámoslo, sobre todo ahora que se acerca la Navidad.

Últimamente, cuando me asomo a la ventana de mi casa por la noche me parece ver a tres hombres magníficamente ataviados montados sobre camellos que se aproximan cada vez un poco más hacia donde estamos nosotros, y en la dirección contraria creo ver también a un señor muy gordito vestido de rojo con enormes barbas blancas subido en un trineo tirado por renos voladores. Todos traen muchos regalos, no sé si me tocará alguno. ¿Quién se atreve a decir que no están ahí?.

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