lunes, 28 de mayo de 2007

Divorciadas

No sé si será porque desde hace poco formo parte de ese sector de la sociedad, pero me doy cuenta de que las mujeres divorciadas vamos siendo ya legión. Y no es precisamente algo que haya que celebrar.
Hace años, en mi familia, el primer caso y único durante mucho tiempo que tuvimos, fue el de una prima de mi madre, hija única, educada en los mejores colegios, una chica culta que sabía varios idiomas y que se casó con un "niño bien" perteneciente a una familia acomodada, que tras darle cinco hijos a su marido, enamorada como estaba hasta el tuétano de él, tuvo que pasar por la típica y traumática escena de encontrarlo en la cama conyugal con su mejor amiga. Ella, católica a ultranza, nunca le concedió el divorcio, aunque él se lo pidió muchas veces. Aún hoy, muchos años después, no ha rehecho su vida con nadie.
Más recientemente dos primas mías, hermanas, pusieron fin a sus matrimonios por incompatibilidad de caracteres, aunque en la familia siempre se las vió un poco locas y con un carácter algo difícil para la convivencia.
Mi amiga Mª José lleva una década divorciada. Ella, una mujer inteligente y sexy, combinación irresistible para cualquier hombre normal, fue la última en enterarse de que su marido le había sido infiel con varias mujeres casi desde el principio de su matrimonio. Al ser un hombre de negocios, hacía frecuentes viajes a Sudamérica que, al parecer, no eran sólo de trabajo. Sus hijos se tomaron la noticia del divorcio con bastante estoicismo ("ya están los papis otra vez con sus cosas"), mientras ella, engañada, deprimida y herida en su orgullo, lloró sin consuelo durante mucho tiempo, tan sólo arropada por sus padres. Aunque ha salido con varios hombres desde entonces, con ninguno ha terminado de cuajar. Su última conquista, un señor algo mayor que ella, parece que le ha robado el corazón, pero no termina de desaparecer de sus ojos esa angustia, ese estupor que le quedó desde su divorcio, salvo cuando está con nosotras, sus amigas, en que la alegría ilumina su cara cuando nos reimos por cualquier tontería. Nunca nadie pudo decir nada en contra de su quehacer como esposa y madre. El amor y la dedicación en solitario que ha tenido y tiene con sus hijos no están muy lejos de la que yo misma tengo con los míos.
Últimamente una compañera de trabajo, Ángela, ha sido un ejemplo distinto, pero no menos desolador, de lo que una separación puede suponer para una mujer. Casada desde muy joven, no conoció nunca más hombre que al que era su marido. Después de muchos años de aparente felicidad, un buen día dijo que se marchaba de casa. Ahora, dos años después, quiere separarse. A ella, mientras tanto, le ha dado por ponerse faldas y vestidos muy cortos, y grandes lazos en el pelo. Quizá quiera aparentar menos edad para poder ligar mejor. Me pregunto en qué momento del camino esta mujer perdió su dignidad, en qué momento desapareció su autoestima. La vida es a veces muy dura y si la sensibilidad es demasiado grande y es puesta a prueba durante demasiado tiempo, causa estragos en la mente y en el cuerpo. Ella se ve bonita en el espejo, mientras sus hijos, con sólo que la juzguen un poco, alcanzarán a ver que con la apariencia que tiene parece una buscona. Por qué la que hasta hace no mucho era una esposa entregada a las labores de su casa y a las necesidades de su familia, es ahora un esperpento, una sombra de sí misma, una náufraga en medio de una tormenta de soledad que parece no tener fin para ella, y que casi la ha hecho perder la cordura en el proceso. Todavía se pregunta qué es lo que hizo mal, y si es que en el fondo no es buena.
No sabe que los hombres tienen las mismas necesidades de ser queridos en lo físico y en lo espiritual que nosotras, que están tan perdidos como nosotras, que son niños pequeños metidos en cuerpos grandes.
Ángela dice que cómo nos van a querer si antes no saben quererse a sí mismos. Y tiene razón.
Me horroriza pensar en que mis hijos tengan que ver cómo su madre pasa de unos hombres a otros, manoseada por muchos como si fuera una mujerzuela, sólo porque no fui capaz de encontrar en la juventud la persona que supiera amarme. Mi ex marido me dijo hace años que no podía quererme todo lo que yo necesitaba, que era mucho y no se sentía capaz, y algo parecido me dijo el primer chico con el que salí, antes que él. Creo que no pido tanto, o quizá se lo pida a hombres con limitaciones muy grandes como seres humanos. Peor para mí, pobre infeliz que va dando palos de ciego por la vida, al no saber escoger.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, piensa en nosotras, las que estamos divorciadas, casi como en un grupo de riesgo, el riesgo que supone andar siempre en la cuerda floja de la vida, y además sin red.
Dime que no somos el producto de un fracaso emocional a gran escala, los residuos inevitables de una sociedad cada vez más demente y deshumanizada.
Dime dónde está el bálsamo que cure nuestras heridas ..... dónde.

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