jueves, 31 de mayo de 2007

Mi niña

Anda mi niña desde hace varios días extraviada en un pequeño gran abismo de los que también asaltan a los niños a veces. Parece que, de repente, hubiera tomado plena conciencia del divorcio de sus padres, y lo que quedaba en pie de su universo infantil se ha derrumbado estrepitosamente.
Todo empezó cuando vi en la papelera que tiene en su habitación unas fotografías rotas. Al cogerlas, comprobé que pertenecían a las penúltimas vacaciones en la playa que tuvimos. Había emborronado con bolígrafo aquellas en las que aparecíamos su padre y yo sentados en un banco del paseo marítimo cogidos de la mano y otras en las que se nos ve dándonos un beso. Las que se nos ve por separado en la playa las había roto.
Qué decepción tan grande hemos supuesto para ella. La hemos fallado en lo más simple y elemental que tienen otros niños: unos padres unidos, un hogar...
Ella, que ha sido siempre mi princesa, que se merece lo mejor de este mundo, ella que es la flor de mi jardín (Anita-flor la llamo siempre), es ahora una personita desolada, con el corazón roto, acomplejada cuando ve a sus amiguitas con hogares normales, mientras el suyo ha resultado ser un completo fracaso, un barco que se ha hundido sin remisión porque no era lo suficientemente sólido y cargaba con demasiado peso.
Leí hace poco en un libro, que no terminé porque me aburrió, una única observación que me resultó interesante: hay niños que desde que nacen no ven a su alrededor más que cosas bonitas, un pequeño paraíso lleno de paz, amor y alegría, donde los padres ejercen de figuras protectoras a las que admirar y adorar. Luego, hay otros niños que desde que nacen no ven a su alrededor más que un mundo parecido a un vertedero donde se acumulan todo tipo de basuras, pero aún así consiguen arreglárselas para que sus padres encajen en ese entorno sin contaminarse de él, libres de sordideces y miserias, también figuras cercanas a las que querer y recurrir cuando se necesitan. Es el instinto de supervivencia, que recurre a la imaginación para evadirse de todo lo que es feo y no merece la pena.
Yo misma he pasado mi infancia así, porque aunque no conocía otro mundo y no era consciente de que el que me rodeaba no era muchas veces el más adecuado para una niña, sin embargo mi mente se escapaba sin saber por qué lejos de donde yo estuviese, y tenía siempre como un diálogo interior que me alimentaba. La mayoría de las veces, cuando regresaba, no recordaba siquiera dónde había estado, pero tampoco importaba mucho. Aún hoy, cuando alguien me aburre o el entorno en el que me encuentro me desagrada, mis sentidos me abandonan (no creo que sea un trance, porque disto mucho de ser una santa), pero ahora no siempre van a lugares que me hagan feliz. Cualquier día emprenderé el viaje definitivo y ya no regresaré, cuando vea que lo que me espera si vuelvo me va a gustar menos que el lugar al que vaya a ir.
Recuerdo que mi abuela Pilar solía comentar con mi madre: "¡Qué mundo interior tiene esta niña!". A lo mejor sólo hago lo que los drogadictos, evadirme, pero sin chute.
Sin embargo mi niña no hace eso, no se marcha a otros lugares que sólo ella conoce, aunque se que cuando su padre y yo estábamos juntos alguna vez lo deseó. Tiene imaginación, recrea en su mente personas y situaciones que le han agradado, o cosas que le han llamado la atención en la televisión. Pero ésto último que nos ha pasado, el divorcio, ha desbordado sus previsiones por completo, ha ido haciéndose paso poco a poco en su cerebro y lo ha devastado como una marea negra, no quedándole casi un solo resquicio para la esperanza, esa que tienen al principio todos los niños cuando sus padres se acaban de separar y aún creen que quizá, dentro de no tanto tiempo, puedan volver a estar juntos.
Ahora se acuesta por las noches abrazada a su oso de peluche, que hacía mucho tiempo que no utilizaba, mientras me mira, la cara medio escondida en su juguete, de soslayo, con sus ojos preciosos velados por la tristeza y el cansancio.
Eso es lo peor de todo, esa pregunta muda en su cara, ese interrogante que nunca se ha llegado a plantear con palabras: por qué, cómo hemos llegado a esta situación. Es el mismo semblante que tiene el niño de un país que está en guerra y oye estallar una bomba cerca: miedo, angustia, incomprensión (¿qué está pasando?, ¿por qué tenenemos que vivir así?), y al final resentimiento (¿no hay nadie que pueda acabar con ésto, nadie que pueda evitarlo?).
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, quiero que sepas que aunque mi hija tiene sólo 9 años, hace mucho que es ya una mujer en miniatura, y en muchas cosas me da cien mil vueltas como persona. Estoy muy orgullosa de ella, no sabrá nunca cuánto, ni sabrá nunca cuánto la quiero y lo mucho que lamento haberla arrastrado en mi desgracia, porque si yo no sé vivir la vida no dejo que ella pueda vivir la suya en condiciones. Espero que algún día me perdone, porque desde luego yo nunca me lo voy a poder perdonar.

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