miércoles, 13 de junio de 2007

Mi salvador

Hay personas que estamos en este mundo porque tenemos un ángel de la guarda que nos protege, transfigurado en un jefe de estación en mi caso.
Rondaba yo los 9 ó 10 años, y estaba sentada una tarde de un fin de semana cualquiera en el borde del andén de la estación de tren de El Escorial, con los pies colgando sobre la gravilla de las vías. Hacía tiempo mientras esperaba a que llegara el que me tocaba coger de regreso a Madrid, después de pasar el día en el campo. Mi familia, sentada en un banco allí cerca, charlaba animadamente, abstraidos en sus cosas.
Mi ensimismamiento siempre ha sido proverbial, pues soy capaz de pasar mucho tiempo de cuerpo presente (entiéndaseme), pero de espíritu ausente. Cuando estoy en estos trances, no veo ni oigo nada de lo que sucede a mi alrededor, y suelo quedarme con la vista fija en un punto indeterminado de mi entorno.
Y así fue que no me dí cuenta de que un tren se acercaba a gran velocidad por mi derecha, uno de esos que no paran en la estación y que vienen pitando desde lejos.
No sé cómo, por un momento, regresé de mi viaje extrasensorial para ver, frente amí, cómo el jefe de estación saltaba a las vías mirándome con una mezcla de susto y determinación. Lo recuerdo como si hubiera sucedido a cámara lenta. Instintivamente miré a mi derecha, quizá presintiendo, y sin ser plenamente consciente de ello, de que el peligro venía de esa dirección.
Todo pasó a la velocidad del rayo: en dos o tres zancadas este hombre se recorrió, con la agilidad de un gamo, la distancia que separaba un andén del otro, me cogió con una de sus manos por debajo de mi axila derecha y me alzó, dando un gran salto hasta alcanzar el andén en el que me hallaba, izándome como si yo fuera una pluma, y depositándome de pie sobre el suelo. Justo en ese preciso intante, en cuestión de segundos, pasó la locomotora con todos sus vagones pitando sin parar, mientras mi familia se llevaba un susto mayúsculo. Mi salvador les increpó muy comedido por el descuido, y sin más preámbulos desandó el camino que acababa de hacer, ya sin prisas pero con igual decisión.
Yo, en mi ingenuidad de niña, pensé con gran inquietud que si no fuera por aquel hombre, me hubiera quedado sin piernas. Hoy, lógicamente, sé que la máquina me habría arrastrado en su trayectoria y me habría hecho picadillo.
Muchas veces he pensado qué habrá sido de aquella persona, tan buena y tan valiente, un héroe anónimo de los muchos que hay, que arriesgó su vida para salvar la mía, cuando su única misión era ordenar las salidas de los trenes que llegaban a la estación. Si por entonces tenía cuarenta y tantos años (no recuerdo su cara con precisión, es una imagen borrosa), y han pasado 30, estará más que jubilado. Quisiera poder agradecérselo personalmente, aunque no se acuerde de este percance que, aunque fugaz, no fue menos importante para mí. Pequeños acontecimientos que suceden a veces en la vida que hacen que nuestro destino sea uno u otro bien distinto.
A mí me ha tocado más de una vez ayudar a salir de algún trance a otras personas, cuando voy a la playa y hay gente que se adentra en el mar sin saber casi nadar. Aunque se aferran a mí desesperados presos del pánico, creo que no me he sentido nunca realmente en peligro y he hecho lo posible para que saliéramos todos airosos de la situación. Siempre pienso que el favor tan grande que un día me hicieron tengo casi la obligación moral de devolverlo cada vez que se presenta la ocasión, porque estoy agradecida.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, se me ocurre que los regalos más espléndidos y menos materiales que podemos recibir vienen muchas veces de la mano de desconocidos y no de los que están en tu entorno. En mi caso, le debo la vida a Dios, a la madre que me trajo al mundo, y a un jefe de estación, mi salvador.

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