jueves, 21 de junio de 2007

Graduación



Hoy es el último día de clase para mis hijos, pero para mi hijo mayor es el último día en el colegio, pues el próximo curso ya va al instituto.


A él parece no darle pena dejar el lugar en el que tantas horas ha pasado en los últimos años, al contrario, está deseando cambiar de panorama, se ha ilusionado tanto con el hecho de que ya va siendo mayor y se le van a abrir nuevos horizontes, que incluso este año se ha aplicado más que nunca con los estudios y ha sacado las mejores notas de toda su trayectoria escolar.


Aún lo recuerdo, tan pequeño con sólo tres años, el primer día que lo llevé al cole, con su babi, tan serio. Nunca había estado con otros niños encerrado en un sitio, sólo había jugado con más niños cuando íbamos al parque. Y nunca se había separado de mí.


Cuando lo dejé en aquella clase, con una profesora a la que le faltaba un mes para jubilarse y que tenía de todo menos paciencia y dulzura, se abalanzó hacia la puerta en pos de mí, llorando. Otros niños, histéricos, quisieron hacer lo mismo y como la profesora se lo impedía, se subían por encima de ella como los animalitos enjaulados en un zoológico. A Miguel Ángel lo agarró por un brazo y a mí me dijo que cerrara la puerta y que me marchara ya.


Algunas madres pululaban por allí medio llorosas. Qué peso más grande sentí en el corazón, qué angustia en la garganta. Me sequé algunas lágrimas que afloraron a mis ojos, me mordí los labios, y me fuí al trabajo, que por entonces estaba no muy lejos de allí.


A la hora del descanso, regresé al colegio para ver cómo se desenvolvía Miguel Ángel en el recreo. Como el patio está en una hondonada, yo lo observaba tras unas rejas que hay en un lugar alto y distante de donde él estaba. No se dió cuenta de que yo estaba allí. Permanecía sentado en una especie de bordillo, con la vista perdida en el infinito. De vez en cuando miraba a su alrededor como si buscara a algo o a alguien, y se ponía aún más triste. Se preguntaría por qué estaba allí, por qué le habían abandonado en ese lugar, qué habría hecho de malo para merecer eso.


Me pareció que, aunque estaba rodeado de niños, era la viva imagen de la desolación y la soledad, un náufrago perdido en una isla que no sabe muy bien qué es lo siguiente que tiene que hacer.


A Miguel Ángel, por su timidez, le costó mucho adaptarse al colegio. Los demás años, cuando empezaba un nuevo curso y lo dejaba el primer día en clase, seguía poniendo mala cara y me miraba marcharme con una mezcla de angustia y pesadumbre, pero ya no decía nada.


Con el tiempo se hizo con varios amigos, aunque Carlos es el mejor de todos. La primera foto que se hicieron juntos, disfrazados un día de carnaval cuando tenían cinco añitos (mi hija aparece también, era su primer año en el colegio), preside la estantería principal de la librería del salón de mi casa.


Ahora pasarán todos los compañeros al instituto, menos unos pocos, que se irán a otro distinto.


Me emocionó mucho cuando hace poco, en la fiesta de fin de curso, les hice una foto a los dos con el birrete de graduados y el diploma que les dan cuando están en el último año del colegio. Y no hace tanto que no levantaban ni dos palmos del suelo.


Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, pienso que su "graduación" en el colegio está siendo más feliz de lo que lo fue la mía, y espero que su paso por el instituto, el mismo en el que yo cursé el bachiller superior en su momento, sea también feliz y productivo. En mi caso fue la época de mi vida en que más aprendí, más incluso que en la etapa universitaria.


Sólo espero que, haga lo que haga y esté donde esté, disfrute mucho de todo y le vaya bonito.

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