martes, 14 de agosto de 2007

Habitación 3331


Hoy hace una semana que operaron a mi padre. Se pasó todas la vacaciones con visión borrosa en un ojo y no fue capaz de decir nada. Al regresar, acudió enseguida al médico, que le dijo que tenía un desprendimiento de retina.

Mi padre nunca ha estado hospitalizado, y eso para una persona que va a cumplir 70 años, es todo un récord. Tan sólo se operó en una ocasión, hace cuatro años, de cataratas, y no tuvo que permanecer ingresado después.

Nos dijeron que la intervención duraría 2 horas, pero tuvimos que esperar 3 horas y media sin que nadie saliera a decirnos nada. Qué largo se hizo, qué preocupación, qué nervios.

Muchas otras personas estaban en nuestra situación, y aún peor, porque en una sala cercana aguardaban los familiares de los que tenían que estar en la UVI. Allí las lágrimas afloraban con frecuencia.

Qué impresión ver a mi padre traspasar las puertas de la zona de quirófanos, en su cama, empujado por una celadora, con esa bata verde oscuro horrorosa que les ponen para la ocasión. Le vimos avanzar despacio por un pasillo muy largo, hasta que se perdió de vista, y me pareció muy vulnerable y desamparado. Nosotros le hicimos compañía hasta un determinado momento, pero el mal trago lo tenía que pasar él solo.

Aquel pasillo me pareció ese túnel que dicen los que han vuelto de las puertas de la muerte, en el que al final se ve una luz. Tuve conciencia dolorosamente de la edad que ya tiene mi padre, y de que los problemas de salud no serían tan raros a partir de ahora. Lo recordé joven, fuerte, lleno de vida, y me pareció muy injusto una vez más lo que los años hacen con las personas.

Y más cuando regresó a la habitación con el enorme apósito en su ojo y con ese malestar, causado por la anestesia, que ya no le abandonaría en los días siguientes.

Se empeñó en pasar la noche solo, no le hacía falta nadie. Yo ya me pensaba quedar con él, me había traído mi bolsa de aseo, pero no me dejó. Al día siguiente parecía un alma en pena, después de una mala noche durmiendo sólo a ratos, con el ojo sano enrojecido por el cansancio y el excesivo aire acondicionado que nadie era capaz de regular.

Allí echado, con el gotero puesto, el pijama comprado sobre la marcha porque él en verano no utiliza, y devolviendo la más mínima cosa que cayera en su estómago, me producía una angustia infinita. Casi estaba más entero el compañero de habitación, un buen hombre al que la diabetes y la diálisis hacían parecer que tendría que encontrarse mucho peor que él.

Cómo me recordó a mi abuela, cuando ya estaba tan delicada los últimos años, la misma expresión en la cara, como un niño. Es curioso lo que terminamos pareciéndonos a nuestros progenitores con el paso del tiempo.

Pero yo no quiero que él esté tan abatido y desolado como lo estuvo ella. Parecía mi padre tan fuerte en todos los sentidos, y ahora se ponía en evidencia que no era así.

Menos mal que la enfermera que le tocó en suerte era una mujer simpatiquísima, todo el rato haciendo bromas mientras cumplía con su obligación, e ironizando sobre la situación, siempre pendiente de todo, una gran profesional. Es con personas así con las que da gusto trabajar.
Cuando le quitaron el apósito, daba miedo verle el ojo de cómo lo tenía, todo inflamado. Mientras el doctor le abría el párpado para hacerle las exploraciones, se podía apreciar que era una masa tumefacta y sanguinolenta, como si no tuviera vida.

Con qué gusto dejamos al final la habitación 3331.

Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, dime que mi padre no es un viejito, como escribía en uno de sus artículos Juan Manuel de Prada que le decía su hija, que nunca se va a hacer viejito y todavía le quedan muchos años por delante. Por lo menos que no se le quiten nunca las ganas de vivir.

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