jueves, 11 de septiembre de 2008

Un toque de canela




A Fanis, con sus siete años, le gustaba estar en la tienda de especias que su abuelo tenía, allá en Estambul, donde vivían. Era un lugar lleno de aromas, en el que además aprendió muchas cosas de la vida.
El abuelo le enseñaba las propiedades curativas de todos aquellos polvos de colores que se amontonaban en pequeños sacos por todos los rincones, y comparaba sus sabores con los astros y planetas: la pimienta, como es caliente y quema la garganta, es como el Sol y Mercurio; la canela, que es dulce y amarga, es Venus, la más bella de las mujeres, porque las mujeres más hermosas son así, dulces y amargas; la sal es como la Tierra, es lo que da vida.
Las tías y la madre de Fanis cocinaban muy bien, pero una de ellas tenía un don especial, aunque cuando le pasaba sus recetas a las demás ya no sabían lo mismo. Un día la madre de Fanis le preguntó por una receta, y ella le dijo que el secreto estaba en echarle una especia llamada guisamabut. Cuando el padre de Fanis le preguntó qué era lo que le había puesto a aquella comida para que supiera tan mal y ella se lo dijo, exclamó horrorizado que cómo había podido, que esa especia la usaban en su casa cuando era niño para quitar los granos. La tía le dijo a la madre que ella echaba muy poco: todo consistía en poner la cantidad justa a cada cosa, como un toque mágico.
Era cómico estar en la cocina de la casa de Fanis, porque había siempre una multitud allí congregada y cada uno daba su opinión.
El tío Emilius, capitán de barco, les visitaba de vez en cuando y cada vez que iba les traía algún artilugio de cocina de reciente difusión. En esa ocasión llevó una olla a presión. Cuando la pusieron y vieron que hacía tantos ruidos todos se asustaron, y el padre de Fanis quiso abrirla sin esperar a que saliera el vapor. El susto que le provocó la explosión a una de las tías más mayores le curó el Parkinson que tenía.
El tío Emilius hablaba de las cosas que había visto en sus viajes y de las mujeres que había conocido. Enseñó la foto de su última conquista, y dijo que en algunos países las mujeres cuando saltean mejillones es que están enamoradas.
Fanis también estaba enamorado, y el objeto de su amor era Saime, la hija de la mejor amiga de su madre. Ella decía que cocinara para ella, y él le contestaba que sólo si bailaba para él.
A los hombres les gustaba ir a los baños turcos a charlar. Allí tienen lugar conversaciones muy profundas, porque las almas se abren como los mejillones con el vapor.
Un buen día un funcionario de inmigración les visitó en su casa: todos los ciudadanos griegos que vivían en Turquía iban a ser deportados. Aquel hombre le dijo algo al oido al padre de Fanis: si abrazaban la fe musulmana podrían quedarse. Él sólo dudó cinco segundos antes de negarse, pero esa pequeña duda que tuvo le atormentaría el resto de su vida.
En las oficinas de inmigración de la estación de tren, cuando ya se marchaban, marcaron todos los equipajes con una tiza blanca. Fanis pensó que aquellas marcas serían muy similares probablemente a las de todos los deportados del mundo.
Los turcos les deportaban como griegos, y éstos les recibían como turcos. Tenían una sensación como de haberse quedado sin patria.
Ya instalados en su nueva casa de Grecia, la madre añoraba el pescado que tenían en Estambul, porque decía que era el mejor del mundo. El padre, sin embargo, decía que eso sólo se producía cuando el Bósforo se desbordaba y no había cristales en las ventanas.
Fanis, un buen día, se remangó estando en la cocina y comenzó a preparar platos exquisitos. Todos se preguntaban cómo era capaz de hacer aquellos platos tan deliciosos si no lo había hecho nunca antes. Fanis había aprendido mucho durante todos aquellos años, escuchando los secretos culinarios y viendo cocinar a los demás.
Las salsas llevan los sabores hasta la exageración. Así hay gente que no pone salsas en las comidas, pero sí en las conversaciones. Por eso empezaron a decir los conocidos que lo que hacía Fanis era cosa de niñas y de gente trastornada. En el colegio también le dijeron al padre que no se concentraba en los estudios, que su cabeza andaba siempre en otra parte y que jugaba en el recreo a las cocinitas con las compañeras.
Cuando los padres decidieron apartarlo de la cocina, Fanis se encerró en el servicio: dormía en la bañera y en la taza del váter se sentaba a escribir a Saime unas postales, que perfumaba con un poco de canela. Así estuvo casi dos años.
Cuando el tío Emilius volvió a visitarles, trajo esta vez una batidora. La tía más mayor la cogió con tanto entusiasmo con las dos manos mientras funcionaba, que le volvió el Parkinson.
Su tío le convenció para que saliera de su reclusión diciendo que Saime ya le habría olvidado. Entonces, cuando nadie le veía, hizo su equipaje y se fue a la estación de tren para regresar a Estambul. Los revisores lo descubrieron dormido en uno de los asientos, poco antes de que saliera el tren. En el andén le esperaban sus padres y un pelotón del ejército. Con razón a él no le habían gustado nunca los uniformes.
Su padre lo metió entonces en los Boy Scouts. Un día cantaba con otros compañeros ante unos hombres para ganarse algún dinero, cuando la dueña de un prostíbulo le hizo pasar a la cocina para darle también unas monedas, y allí se puso a cocinar otra vez.
Cuando estaba en la comisaría, el policía jefe le dijo a su padre que al niño le convenía visitar otros lugares que reforzaran su espíritu étnico y le alejaran de las ideas comunistas, por lo que a modo de receta le recomendó que visitara los Jardines Reales y el Museo de la Guerra, dos veces en semana después de las comidas.
De jovencillo siguió visitando el burdel, donde además de cocinar disfrutaba de otras cosas. Se empleó en la cocina de un restaurante. Él pensaba que allí se cocinaba muy deprisa, sin cuidado: parecía que hubieran dejado la comida sin terminar a medias en alguna otra parte.
Cuando el tío Emilius se quiso casar, para que al abuelo le gustase ella tenía que saber cocinar. Fanis fue el encargado de enseñarle, aunque con poco éxito. Le decía que a la ternera había que esconderle siempre un poco de ajo y cebolla, pero ella lo ponía en duda y todo lo discutía. Fanis le dijo que para casarse tendría que aprender a esconder algunas cosas.
El abuelo le mandaba al tío Emilius radiografías a todos los sitios del mundo donde viajó. Él al principio creía que era para que las vieran otros médicos. Luego comprendió que en realidad quería que las viera él, y esto sucedía cada vez que había una crisis con los turcos.
Fanis fue a ver al tío Emilius a su barco, y charlaron de mujeres. Emilius decía que por la forma de moverse una mujer sabes lo que se está cocinando. También dijo que en la vida hay dos clases de viajeros: los que miran el mapa para trazar una nueva ruta, y los que se miran en el espejo. Los primeros son los que se van, los segundos los que regresan.
En las comidas, siempre esperaban al abuelo, pero no llegaba nunca porque en el último momento les llamaba poniendo cualquier pretexto. El padre de Fanis dijo que era inútil que le esperaran porque nunca vendría, él nunca abandonaría Estambul porque era la ciudad más bonita del mundo, y ellos tampoco se habrían ido si no fuera porque los habían deportado.
Ya de adulto, Fanis se hizo profesor de astronomía. Su abuelo solía decir que la palabra gastrónomo contiene también la palabra astrónomo.
Cuando regresó a Estambul para visitar al abuelo en el hospital porque se estaba muriendo, como no podía hablar, el anciano frotó los dedos de una de sus manos como si estuviera espolvoreando alguna especia. Fue su forma de decirle adiós.

“Un toque de canela” es una película en la que nada absolutamente, ni las imágenes, ni los diálogos, ni la voz del protagonista que es el narrador, están puestos por casualidad: todo tiene un significado, todo tiene un sentido que no se alcanza a comprender en su totalidad hasta que no se ha visto varias veces.
Los acontecimientos se suceden sin solución de continuidad, se tiene la sensación de que la vida de Fanis se nos presenta como a cortes, en episodios sueltos que reflejan momentos importantes y aislados que tienen resonancias significativas en su existencia.
Los escenarios donde se desarrolla la historia, la visión de Estambul desde lo alto de un alminar mientras llaman a la oración, la tienda del abuelo, la casa familiar a la hora de comer, aparecen en la pantalla llenos de sugerencias, de calor, y parece que incluso de olor.
Este film es un canto al hogar, a las raíces, al amor, a la patria que te ha visto nacer y a la que te ha acogido, visto con dulzura y melancolía.
Los diálogos son tan pronto evocadores y nostálgicos como salpican la cotidianeidad de picaresca e ironía.
Todo en la vida de Fanis tiene que ver con la cocina, incluso cuando dejó de cocinar. Y ciertamente, al final de la película queda como un regusto en la boca a canela.

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