jueves, 12 de julio de 2012

Las manos blancas


No sé por qué razón las noticias que se escuchan en televisión estando de vacaciones parece que causan más impacto que las oídas el resto del año. A lo mejor es que se les presta mayor atención porque se está más ocioso, o quizá el estar fuera de tu ambiente habitual nos hace más vulnerables, como si estuviéramos más desprotegidos y todo cobrara mayor importancia. Aquí no abunda el sensacionalismo en los medios de comunicación, como ocurre en otros países: cuando una noticia cobra especial trascendencia es porque algo realmente importante ha sucedido.

Y así recuerdo cuando los atentados del metro de Londres, que siguieron meses después al atentado de Atocha en Madrid. Me sorprendió la creciente y universal crueldad del integrismo y la respuesta tan dispar del país al que le hubiera tocado ser su víctima: nuestras reacciones en la alegría son más similares, pero cuando se trata del dolor son muy distintas, todo depende de en qué parte del mundo hayas nacido.

Recuerdo también los asesinatos del desequilibrado de Noruega el año pasado por estas fechas. Es como si  fueran los acontecimientos más oscuros los que se quedaran grabados de forma indeleble en la memoria.

Ahora toca a lo sucedido a Miguel Ángel Blanco hace 15 años. Estaba yo por entonces al final del embarazo de Ana, y fuera porque en esa situación se está mucho más sensible o fuera porque era imposible eludir la cuestión con el seguimiento mediático que hubo, el minuto a minuto de una muerte anunciada, de una penosa agonía, la 1ª vez y la última que un acontecimiento de estas características era cubierto como si de una retransmisión deportiva se tratara, en mi corazón ha quedado desde entonces el poso de algo tristísimo, sórdido, cruel, absurdo, como una cicatriz en el alma, que es lo que deja una atrocidad de la que se ha sido testigo impotente.

Vuelven las imágenes de la víctima, un hombre joven que nos mira con cierta melancolía desde un retrato que se hizo sin saber que se convertiría en símbolo de su propia, injusta muerte, la de alguien que no había hecho nunca daño a nadie. Suelen ser los desprotegidos, los inocentes, las víctimas propiciatorias de los asesinos. Vuelven las manos blancas, los gritos de indignación que me erizan el vello de la piel al volverlos a escuchar tanto tiempo después, el foro de Ermua. Y siento por un lado un cierto rechazo a todo lo que sea vasco porque parece oler a sangre y a muerte, como si sólo pudiéramos esperar truculencias de esa zona de esta España nuestra, algo que nos hace avergonzarnos frente al resto del mundo y por nosotros mismos, que albergamos en nuestra tierra seres de semejante calaña sin recibir el castigo que merecen. Pero por otro lado siento una inmensa pena por ese pueblo mancillado y escarnecido por unos pocos malhechores que hacen mucho ruido y pretenden erigirse en portavoces de una mayoría que sólo existe en sus depravadas mentes. Nadie que esté en su sano juicio y que tenga limpio el corazón puede secundar nunca nada así.

De nuevo la imagen de la hermana del asesinado, siempre tan rubia y con unos cuantos años más, que vive nada más que para recordar a su hermano y que nadie olvide lo que pasó, pronunciando pequeños discursos, engrandecida pese a su sencillez y lo menudo de su figura, y depositando flores ante su foto. Ella no se deja arrastrar por el odio, la ira, el rencor o la sed de venganza, sólo señala con valor a los culpables y los llama por su nombre, aún a riesgo de su propia vida. Porque aunque se hable del fin del terrorismo en nuestro país, una amenaza tan prolongada en el tiempo como fue esa y tan oscura es difícil de dejar atrás, parece como si se cerniera sobre nosotros ya para siempre.

Recuerdo el paso a paso de aquel luctuoso suceso. Estaba en el pueblo de mi ex marido con su familia, y todos confiaban convencidos y esperanzados en que se produjera un desenlace muy distinto al que luego tuvo lugar. Yo, que esperaba a mi hija en 3 semanas (qué cierto es aquello de que una mujer que está en cinta debe rodearse sólo de cosas bonitas), asqueada por todo aquello, tenía la certeza de que el pobre muchacho iba a acabar muy mal. No hay más que ponerse en la piel de un asesino, de un radical psicópata, para saber que no hay piedad, que no hay remordimiento, que sólo existe una escala de valores que nada tiene que ver con la del resto de la gente. La familia de mi ex marido pensaba como lo haría cualquier persona normal, pero las cosas no funcionan así tratándose de cierta clase de seres.

En verano todo sucede de una manera que nos trasciende, o eso me parece a mí. Ya tengo cierta aprensión cuando llega la época estival porque no se sabe con qué nos va a sorprender. Debería ser una estación alegre, luminosa, estamos de vacaciones, pero entonces se alzan ante nosotros, y nosotros alzamos también, unas manos blancas.


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