domingo, 15 de julio de 2012

Los rincones de la memoria


No sé si le pasará al resto de la gente, pero yo hay días en los que me abstraigo con más facilidad de la habitual y mi mente viaja entonces sin solución de continuidad a ciertos lugares de mi infancia y juventud que fueron importantes para mí, muchos de los cuales ya no existen. Sucede como en los sueños, que me sitúo en un ángulo determinado, siempre el mismo, sintiendo lo mismo que sentía cuando lo contemplaba de verdad, como si aún tuviera el cuerpo y los ojos de una niña, pero con la mirada de ahora y las experiencias de toda una vida que entonces no tenía.

Hoy por ejemplo, cuando quiero darme cuenta, me veo sin verme mirando una de las entradas, la más grande, que daba al patio, del salón de actos del primer colegio en el que estuve. Los asientos están delante de mí, de medio lado orientados hacia el escenario, oscurecidos por la luz cegadora que sale de las puertas abiertas de par en par. Es un día luminoso. Siempre fue aquel salón un lugar especial para mí, aunque en el tiempo que estuve por allí (sólo tenía 5 años) aún no lo sabía. Ahora pienso que era porque venía la familia a vernos en Navidad cuando cantábamos en coros por cursos. Para mí era muy especial que estuvieran allí mi abuela Pilar y mis tíos, los hermanos de mi madre. Eso hacía que el colegio, un lugar incierto que me alejaba de mis seres queridos y me obligaba a enfrentarme al mundo y a mi timidez por vez 1ª, pareciera un sitio más humano. Hoy en día, y tras mucho tiempo cerrado, el colegio cambió de nombre y de propietarios, y el salón de actos se convirtió en un gimnasio, con lo que perdió todo su encanto.

Otras veces mi mente se sitúa en el dormitorio de mi abuela paterna, desde cuya puerta contemplo su cama, su cómoda, sus armarios y mesillas, y la ventana que daba a un plácido y gigantesco patio vecinal. Me encantaba a mí aquella habitación, la forma como estaba dispuesta, aunque no estuviera decorada de una forma especial. La casa de la abuela Luisa siempre tuvo algo muy acogedor del que se percataba todo el que entraba en ella. A veces me veo en su cama, a oscuras, y a alguien que se asoma para ver si duermo. En las reuniones familiares, cuando llenaban la casa tíos y primos, yo necesitaba dormir un poco la siesta, y debía ser muy pequeña porque no recuerdo haber necesitado semejante cosa hasta que he sido mayor.

También mi memoria me sitúa en el salón de la casa de mi abuela materna, los días en que nos invitaba a comer junto con mis tíos por el día Pilar. Era una estancia grande y rectangular de techo muy alto, con unos muebles preciosos, y la luz del sol entraba a raudales por los balcones. Veo su deliciosa sopa de marisco y su maravillosa carne asada con puré de patatas sobre una mesa alargada. La comida caliente echa humo en los platos. La conversación, plácida, llenaba la atmósfera de una calidez especial, y me hacía sentir segura, a salvo de todo. La abuela Pilar dejó pronto de hacer aquellas comidas, que suponían mucho trabajo para ella, y nos invitaba a un restaurante cercano donde no se comía mal, pero ni por asomo se asemejaban las viandas que allí degustábamos a lo que ella nos preparaba con amor. Me veo en su cocina, mientras ella se lava las manos bajo el filtro verdoso del grifo después de haber fregado los cacharros, y exprime zumo de limón sobre ellas para que su piel quede suave.

Cuando voy al instituto por alguna cosa de mis hijos y camino por los pasillos, entre las aulas abiertas, me veo a mí misma hace 30 años, deambulando por esos mismos lugares siendo una adolescente. La época no tiene nada que ver con la de ahora, ni las circunstancias son las mismas, pero se despierta en mí una nostalgia de un tiempo en que fui joven y todo estaba aún por descubrir. En pocas ocasiones lo pasé bien allí, pero eso no es óbice para que vuelva a mi memoria, como si no hubiera pasado el tiempo, la chiquilla que fui paseando por aquellas estancias, anhelante, apasionada, desprotegida y desamparada en mis necesidades y zozobras.

Aquí en Benidorm mi mente viaja hacia los apartamentos que ocupábamos antes que los que estamos ahora, que están aquí al lado y eran mucho más pequeños y con menos prestaciones, pero pasé en ellos muchos momentos de mi vida importantes, épocas entrañables que en poco o en nada se parecen a las actuales. Me veo sentada en su pequeña y blanca terraza respirando el aire húmedo que venía del mar, contemplando las luces nocturnas del rompeolas, o las de las barcazas de pescadores en el horizonte faenando en las negras noches sin luna. Estoy también en el dormitorio a la hora de la siesta, que yo aprovechaba para leer, descansando la vista en los dibujos que hacían las sombras que las ramas de los árboles del jardín hacían en la pared, a ratos mecidas por el viento.

Sí recuerdo con total nitidez la boda de mi hermana y mi cuñado, hace hoy 6 años, en el hotel Delfín, no lejos de aquí. Es un recuerdo mucho más reciente. Vienen a mi memoria con tristeza dos personas que allí estaban y ahora ya no están entre nosotros, pero también la alegría del momento, la exquisitez de ropajes y comida, lo entrañable y especial de la ocasión. 

Ahora, acariciada por la brisa del mar en la terraza acristalada en la que me hallo, dejando llenar la mirada de azul, un poco distraída por una cometa que un niño está haciendo volar muy alto, el sol que viene y se va a intervalos, pienso en todos esos lugares que evoco con frecuencia sin que yo los convoque, y creo que si mi mente sigue viajando a ellos, y a unos cuantos más que aquí no detallo, a pesar de los muchos años que han pasado desde entonces, es por lo significativos que para mí fueron. Son momentos de breve felicidad en los que rememoro lugares, situaciones y personas que ya no están, pero que lo fueron todo para mí, y eso es motivo de dicha. Como leí una vez, el alma viaja siempre a los lugares donde un día fuimos felices.


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