Ayer fue uno de esos días
en los que estar en la playa es una delicia. La brisa suave y fresca hacía que
el sol no quemase, ni una sola nube ensombrecía el cielo, y el mar estaba
tranquilo. Si habitualmente me gusta dedicar un rato a la natación, con más
motivo dadas las apetecibles circunstancias.´
El único inconveniente
que encontré fue que el agua estaba un tanto sucia. Según nadaba me tropezaba
contínuamente con plásticos y grandes trozos de algas, posiblemente arrancadas
por grandes tormentas en alta mar. Todos los años por estas fechas suele venir
suciedad desde lugares lejanos. Luego desaparece.
Una barcaza de limpieza
transitaba despacio, con un ruido de motor lento y viejo, a lo largo de la
línea de costa, conducida por un hombre joven que llevaba gafas de espejo, tan de
moda este año. Estas embarcaciones están abiertas por delante y van recogiendo
todo lo que encuentran a su paso. En cierto momento paró, no muy lejos de mí, y
se puso a regar la cubierta, recalentada por el sol, y a ordenar en un rincón
grandes bolsas azules de basura llenas hasta los topes.
A mí me faltaba poco para
llegar a la "zona oscura", que es como yo llamo a la parte en que el
mar se vuelve casi negro porque empieza el campo de algas. No me gusta nadar en aguas con fondos oscuros, donde no se puede ver lo que hay allá abajo, a muchos metros de profundidad, es como flotar en un
abismo insondable en el que cualquier peligro puede llegar inesperadamente sin
que de tiempo a advertirlo. Un patinete, de los pocos que hay porque con la
crisis casi ya no se alquilan, pasó muy cerca con dos chicas en topless
pedaleando mientras sus parejas, de espaldas a ellas, contemplaban medio
adormecidos el paisaje. El mar tiene ese efecto sedante, el vaivén de las
pequeñas olas es como si te acunara y te relaja.
Unos cuantos peces casi
del tamaño de mi mano nadaban cerca de mis pies. Eran de un hermoso amarillo pálido,
con una franja verde claro por abajo. Pensé que podrían mordisquearme, como
esos pececillos que ponen en recipientes de cristal para que metas los pies y
se coman los pellejos. Lo hacen los de río. Hace años me bañaba en un río de
Navaluenga y si te quedabas muy quieta no tardaban en acudir y mordisquear lo
que te sobraba de piel. Era una sensación extraña, no del todo agradable. Qué
poco acostumbrados estamos los urbanitas a la Naturaleza. Nadar en compañía de animales, aunque sean pequeños, nos produce temor. Probablemente
sólo sientan curiosidad, pues estaba invadiendo su hábitat.
Al cabo de un rato de
estar dándole vueltas, me decidí a traspasar la zona oscura. Además se
encontraba cerca el de la barcaza, por si hubiera algún contratiempo y necesitara ayuda. Y para
terminar de convencerme evoqué una escena de una película que me encanta, El último samurái, en la que un joven guerrero japonés le dice a un
confuso Tom Cruise que para enfrentarse a la batalla, y en general, a todo lo
que a uno le asuste en la vida, lo mejor es no pensar, dejarse llevar por el instinto, por
los impulsos primarios, sin que el cerebro participe. Algo que es sumamente
difícil, en realidad.
Nadar en la zona de algas
no resultó tan mal. No es tan oscuro el abismo como yo creía, y hasta el agua
parecía rozar mi piel más suavemente y estar más limpia. Me fuí acercando a una
boya, que fue la meta que me puse, y vi que sobre ella descansaba una gaviota. Cuando
se dio cuenta de que llegaba inició un vuelo semicircular para ver quién se aproximaba, volviéndose a posar en el lugar que estaba. Como me fui acercando
más, miró para atrás, y voló cerca hasta posarse sobre el mar. Luego se dejó
llevar por la corriente. Tenía el cuerpo gris claro y el cuello y la cola marrón
oscuro. Los animales gozan de una libertad que los humanos no tendremos nunca aunque creamos que sí.
No muy lejos un velero
grande y tres pequeños surcaban las aguas empujados por el viento.
Uno de ellos se bamboleaba con muy poca estabilidad. Desde una zodiac dos
hombres les lanzaban gritos dando instrucciones. Era una clase de navegación.
Volví despacio, dejándome
llevar por las mareas. En alta mar una lancha arrastraba a dos personas
suspendidas en el aire por un paracaídas multicolor. Ya en la orilla vi a lo
lejos un windsurf, que hace años invadían el mar. Ahora sólo se ve alguno de vez
en cuando, igual que las cometas, que antes adornaban con sus vivos colores y
formas el paisaje de la playa y ahora sólo en raras ocasiones.
En el mar el cuerpo se transforma, se
relaja, los sentidos gozan y los horizontes parece que se ensanchan. Debería
ser el lugar en el que siempre habitáramos, o un sitio al que siempre volver.
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