sábado, 11 de julio de 2015

En el mar


Ayer fue uno de esos días en los que estar en la playa es una delicia. La brisa suave y fresca hacía que el sol no quemase, ni una sola nube ensombrecía el cielo, y el mar estaba tranquilo. Si habitualmente me gusta dedicar un rato a la natación, con más motivo dadas las apetecibles circunstancias.´

El único inconveniente que encontré fue que el agua estaba un tanto sucia. Según nadaba me tropezaba contínuamente con plásticos y grandes trozos de algas, posiblemente arrancadas por grandes tormentas en alta mar. Todos los años por estas fechas suele venir suciedad desde lugares lejanos. Luego desaparece.

Una barcaza de limpieza transitaba despacio, con un ruido de motor lento y viejo, a lo largo de la línea de costa, conducida por un hombre joven que llevaba gafas de espejo, tan de moda este año. Estas embarcaciones están abiertas por delante y van recogiendo todo lo que encuentran a su paso. En cierto momento paró, no muy lejos de mí, y se puso a regar la cubierta, recalentada por el sol, y a ordenar en un rincón grandes bolsas azules de basura llenas hasta los topes.

A mí me faltaba poco para llegar a la "zona oscura", que es como yo llamo a la parte en que el mar se vuelve casi negro porque empieza el campo de algas. No me gusta nadar en aguas con fondos oscuros, donde no se puede ver lo que hay allá abajo, a muchos metros de profundidad, es como flotar en un abismo insondable en el que cualquier peligro puede llegar inesperadamente sin que de tiempo a advertirlo. Un patinete, de los pocos que hay porque con la crisis casi ya no se alquilan, pasó muy cerca con dos chicas en topless pedaleando mientras sus parejas, de espaldas a ellas, contemplaban medio adormecidos el paisaje. El mar tiene ese efecto sedante, el vaivén de las pequeñas olas es como si te acunara y te relaja.

Unos cuantos peces casi del tamaño de mi mano nadaban cerca de mis pies. Eran de un hermoso amarillo pálido, con una franja verde claro por abajo. Pensé que podrían mordisquearme, como esos pececillos que ponen en recipientes de cristal para que metas los pies y se coman los pellejos. Lo hacen los de río. Hace años me bañaba en un río de Navaluenga y si te quedabas muy quieta no tardaban en acudir y mordisquear lo que te sobraba de piel. Era una sensación extraña, no del todo agradable. Qué poco acostumbrados estamos los urbanitas a la Naturaleza. Nadar en compañía de animales, aunque sean pequeños, nos produce temor. Probablemente sólo sientan curiosidad, pues estaba invadiendo su hábitat.

Al cabo de un rato de estar dándole vueltas, me decidí a traspasar la zona oscura. Además se encontraba cerca el de la barcaza, por si hubiera algún contratiempo y necesitara ayuda. Y para terminar de convencerme evoqué una escena de una película que me encanta, El último samurái, en la que un joven guerrero japonés le dice a un confuso Tom Cruise que para enfrentarse a la batalla, y en general, a todo lo que a uno le asuste en la vida, lo mejor es no pensar, dejarse llevar por el instinto, por los impulsos primarios, sin que el cerebro participe. Algo que es sumamente difícil, en realidad.

Nadar en la zona de algas no resultó tan mal. No es tan oscuro el abismo como yo creía, y hasta el agua parecía rozar mi piel más suavemente y estar más limpia. Me fuí acercando a una boya, que fue la meta que me puse, y vi que sobre ella descansaba una gaviota. Cuando se dio cuenta de que llegaba inició un vuelo semicircular para ver quién se aproximaba, volviéndose a posar en el lugar que estaba. Como me fui acercando más, miró para atrás, y voló cerca hasta posarse sobre el mar. Luego se dejó llevar por la corriente. Tenía el cuerpo gris claro y el cuello y la cola marrón oscuro. Los animales gozan de una libertad que los humanos no tendremos nunca aunque creamos que sí.

No muy lejos un velero grande y tres pequeños surcaban las aguas empujados por el viento. Uno de ellos se bamboleaba con muy poca estabilidad. Desde una zodiac dos hombres les lanzaban gritos dando instrucciones. Era una clase de navegación.

Volví despacio, dejándome llevar por las mareas. En alta mar una lancha arrastraba a dos personas suspendidas en el aire por un paracaídas multicolor. Ya en la orilla vi a lo lejos un windsurf, que hace años invadían el mar. Ahora sólo se ve alguno de vez en cuando, igual que las cometas, que antes adornaban con sus vivos colores y formas el paisaje de la playa y ahora sólo en raras ocasiones.

En el mar el cuerpo se transforma, se relaja, los sentidos gozan y los horizontes parece que se ensanchan. Debería ser el lugar en el que siempre habitáramos, o un sitio al que siempre volver. 


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