viernes, 19 de diciembre de 2014

Bodas de oro

 
Cumplir 50 años de casados, con los tiempos que corren, casi parece un prodigio, un verdadero milagro. Medio siglo matrimonial es, hoy en día, una auténtica proeza. Es difícil que en generaciones futuras pueda darse este hecho, entre lo tarde que se casa ahora todo el mundo y la transformación de valores que se ha producido en los últimos tiempos, que hace que hayan cambiado los criterios que antes cimentaban un matrimonio, la resignación sobre todo.
Sin embargo, el día 11 de este mes mis padres llegaron a este aniversario, y las fotos que puse en mi muro de Facebook, cogidas del muro de mi padre, en las que se veía el momento en que, el día de su boda, en aquel frío diciembre de 1964, firmaban el acta tras la ceremonia, tuvieron una acogida asombrosa. Setenta y tantos “me gusta” y sesenta y tantos comentarios se fueron generando a lo largo de estos días (aún continúan), para felicitarles y felicitarme a mí. Dijeron cosas muy agradables, la gente es muy cariñosa, algunos primos incluídos.
Dos días después, coincidiendo con el fin de semana, nos fuimos a celebrarlo a un restaurante, algo que no hacíamos desde ni se sabe cuándo. Mucho follón en el sitio en el que reservamos mesa, pues dio la casualidad de que un nutrido grupo de niños de unos 7 u 8 años llegaban para comer poco después de nosotros, y tras haber jugado un partido de fútbol que debió ser muy reñido, a juzgar por la excitación con la que hablaban de ello. Menos mal que al final se los llevaron a un comedor aparte, donde pudieron gritar todo lo que quisieron y comer macarrones, que es lo que les gusta a los chavales. Mi padre gruñía molesto por el ruido hasta que los cambiaron, pero luego comimos con gusto y nos hicimos unas cuantas fotos, como la que aquí pongo, hecha por mi hija, en la que aparecen con sonrisa beatífica, muy ufanos, mi madre con su camiseta plateada como una burbuja de Freixenet (así le dije que me parecía) y mi padre tan elegante como siempre.
Después reunión en casa de ellos y merienda cena, como solemos hacer en todas las celebraciones, mi padre metiéndose palizas a  cocinar, aunque dice que le distrae y le gusta. Mi hermana había tenido, como siempre, buenas ideas para los regalos, de los que se encargó en exclusiva, como siempre también. Para ello había sustraído previamente unas cuantas películas de las que mi padre grababa allá por los lejanos 70 con el tomavistas, que era lo que se llevaba entonces. Ella es un hacha investigando en los armarios y sustrayendo, ya desde pequeña le gustaba adentrarse en esos lugares recónditos llenos de cosas porque siempre te llevas alguna sorpresa, encuentras algo inesperado, como cuando descubrió que allí escondían nuestros padres los regalos de Navidad, lo que pasó a poner en mi conocimiento de inmediato. Fue ella la que destruyó mis ilusiones infantiles con su curiosidad detectivesca, yo, que estaba siempre en una feliz inopia.
Después  llevó las películas a un sitio que encontró en internet para que las pasaran a DVD, algo que mis padres quisieron hacer hace mucho pero se desalentaron cuando vieron lo caro que resultaba. En total fueron 36 minutos de trepidante acción setentera, que ya habíamos visto infinidad de veces anteriormente, pero en DVD y en la pantalla de televisión nos parecieron diferentes, además de porque mi hermana había añadido música, y la selección que hizo fue muy buena. Y también porque hacía mucho que no las veíamos. Yo pensé que derramaría algunas lágrimas, pues aparecían seres queridos que ya no están, pero no fue así. A mi madre se le humedecieron los ojos al principio pero luego se le pasó. Al fin y al cabo estábamos de celebración.
 
Hay muchas más horas de películas en el armario de las sorpresas, pero estas que escogió mi hermana fueron de las primeras que se grabaron y están muy bien. Luego tuvo el detalle de poner unas fotos muy especiales a los lados de la carcasa del DVD, que había imprimido mi cuñado. En un lado aparecemos mis padres y nosotras en El Escorial, sentados sobre la hierba, y en el otro lado una imagen que siempre nos ha gustado mucho en la que aparecemos las dos mirándonos a los ojos, muy guapas, rubias y bronceadas, sonrientes, durante uno de los veranos que pasamos en Torrevieja, en la casa que alquilábamos.
Mi hermana adornó la tarta de tiramisú que compró con una pareja de novios muy graciosa y unas velas rojas con el nº 50, como se ve en la foto. Cuando ya nos la hubimos comido y quedaron los números sobre el mantel, mi madre los miró un poco perpleja y exclamó que el tiempo se le había pasado muy deprisa, como si no lo pudiera creer.
Es medio siglo de vida, de luces y de sombras, como en toda convivencia. Parece que hay un abismo temporal entre aquellas fotos de la boda, en las que eran tan jóvenes, y la actualidad. Los años pasan inexorables, inclementes. En casa tenemos tendencia a la nostalgia, a la melancolía. Hubo quien me deseó en Facebook que pudieran cumplir las bodas de diamante. Lo deseamos todos.
 


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