Cumplir 50 años de casados, con
los tiempos que corren, casi parece un prodigio, un verdadero milagro. Medio
siglo matrimonial es, hoy en día, una auténtica proeza. Es difícil que en
generaciones futuras pueda darse este hecho, entre lo tarde que se casa ahora
todo el mundo y la transformación de valores que se ha producido en los últimos
tiempos, que hace que hayan cambiado los criterios que antes cimentaban un
matrimonio, la resignación sobre todo.
Sin embargo, el día 11 de este
mes mis padres llegaron a este aniversario, y las fotos que puse en mi muro de
Facebook, cogidas del muro de mi padre, en las que se veía el momento en que, el día de su boda, en aquel frío
diciembre de 1964, firmaban el acta tras la ceremonia, tuvieron una acogida
asombrosa. Setenta y tantos “me gusta” y sesenta y tantos comentarios se fueron
generando a lo largo de estos días (aún continúan), para felicitarles y
felicitarme a mí. Dijeron cosas muy agradables, la gente es muy cariñosa,
algunos primos incluídos.
Dos días después, coincidiendo
con el fin de semana, nos fuimos a celebrarlo a un restaurante, algo que no
hacíamos desde ni se sabe cuándo. Mucho follón en el sitio en el que reservamos mesa, pues
dio la casualidad de que un nutrido grupo de niños de unos 7 u 8 años llegaban
para comer poco después de nosotros, y tras haber jugado un partido de fútbol
que debió ser muy reñido, a juzgar por la excitación con la que hablaban de
ello. Menos mal que al final se los llevaron a un comedor aparte, donde
pudieron gritar todo lo que quisieron y comer macarrones, que es lo que les
gusta a los chavales. Mi padre gruñía molesto por el ruido hasta que los
cambiaron, pero luego comimos con gusto y nos hicimos unas cuantas fotos, como
la que aquí pongo, hecha por mi hija, en la que aparecen con sonrisa beatífica,
muy ufanos, mi madre con su camiseta plateada como una burbuja de Freixenet
(así le dije que me parecía) y mi padre tan elegante como siempre.
Después reunión en casa de ellos
y merienda cena, como solemos hacer en todas las celebraciones, mi padre
metiéndose palizas a cocinar, aunque
dice que le distrae y le gusta. Mi hermana había tenido, como siempre, buenas
ideas para los regalos, de los que se encargó en exclusiva, como siempre
también. Para ello había sustraído previamente unas cuantas películas de las que mi padre
grababa allá por los lejanos 70 con el tomavistas, que era lo que se llevaba
entonces. Ella es un hacha investigando en los armarios y sustrayendo, ya desde
pequeña le gustaba adentrarse en esos lugares recónditos llenos de cosas porque siempre
te llevas alguna sorpresa, encuentras algo inesperado, como cuando descubrió que allí
escondían nuestros padres los regalos de Navidad, lo que pasó a
poner en mi conocimiento de inmediato. Fue ella la que destruyó mis ilusiones infantiles con
su curiosidad detectivesca, yo, que estaba siempre en una feliz inopia.
Después llevó las películas a un sitio que encontró en internet para que las
pasaran a DVD, algo que mis padres quisieron hacer hace mucho pero se
desalentaron cuando vieron lo caro que resultaba. En total fueron 36 minutos de
trepidante acción setentera, que ya habíamos visto infinidad de veces
anteriormente, pero en DVD y en la pantalla de televisión nos parecieron
diferentes, además de porque mi hermana había añadido música, y la selección que hizo fue muy buena. Y también porque hacía mucho que no las veíamos. Yo pensé que
derramaría algunas lágrimas, pues aparecían seres queridos que ya no están,
pero no fue así. A mi madre se le humedecieron los ojos al principio pero luego
se le pasó. Al fin y al cabo estábamos de celebración.
Hay muchas más horas de películas en el armario de las sorpresas, pero estas que escogió mi hermana fueron de las primeras que se grabaron y están muy bien. Luego tuvo el
detalle de poner unas fotos muy especiales a los lados de la carcasa del
DVD, que había imprimido mi cuñado. En un lado aparecemos mis padres y nosotras en El Escorial, sentados sobre la hierba,
y en el otro lado una imagen que siempre nos ha gustado mucho en la que
aparecemos las dos mirándonos a los ojos, muy guapas, rubias y bronceadas,
sonrientes, durante uno de los veranos que pasamos en Torrevieja, en la casa que
alquilábamos.
Mi hermana adornó la tarta
de tiramisú que compró con una pareja de novios muy graciosa y unas velas rojas con el nº 50, como se ve en la foto. Cuando ya nos la hubimos comido y
quedaron los números sobre el mantel, mi madre los miró un poco perpleja y
exclamó que el tiempo se le había pasado muy deprisa, como si no lo pudiera
creer.
Es medio siglo de vida, de luces
y de sombras, como en toda convivencia. Parece que hay un abismo temporal entre
aquellas fotos de la boda, en las que eran tan jóvenes, y la actualidad. Los años
pasan inexorables, inclementes. En casa tenemos tendencia a la
nostalgia, a la melancolía. Hubo quien me deseó en Facebook que pudieran
cumplir las bodas de diamante. Lo deseamos todos.
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