Una noche cambié la foto de mi
perfil de whatsapp, en la que siempre tengo a mis hijos, por una muñeca rosa
junto a la que había escrito “Ni una menos”, mensaje compartido masivamente en
las redes sociales en ese momento y que algunas de mis amigas secundaron
cambiando su foto también. Son tantas las causas justas que quisiéramos abrazar
que no habría días suficientes en el año para dedicar cada uno de ellos a una
diferente. Pero el caso es que últimamente está tocando el femicidio, en una
sociedad supuestamente civilizada del siglo XXI.
Había una cruz, una gran cruz
sobre el suelo de la Puerta del Sol, que vi desde el autobús cuando llegaba
para ir al trabajo por la mañana temprano. Luego a la hora de desayunar pude
acercarme y me sobrecogió la perfomance que se había montado en torno a esta
idea: un montón de zapatos, con tacón, sin él, sandalias, calzado cerrado,
rojos o teñidos de tal, formaban una cruz de un tamaño considerable y junto a
sus 4 puntas había un papel con el nombre de una mujer y la fecha en que había
sido asesinada. Sólo unas pocas de entre los cientos de víctimas que la
brutalidad masculina se ha cobrado.
Representarlo de aquella manera
me impresionó profundamente, porque quizá hería la sensibilidad y la conciencia
del más pintado ante la representación brutal de una realidad que hiende su
cuchillo en lo más frágil, puro y delicado de cuanto existe en la Creación: la
feminidad. Cada causa tiene su propia iconografía, pero la del femicidio abarca
una amplia galería de símbolos que no producen sino horror por lo que
representan.
Los hombres pensarán que es un
acto feminista, una forma de llamar la atención para tener amplio eco en las
redes sociales, como así ocurrió. Incluso muchas mujeres creerán que es una
exageración: no hay peor machista que la mujer que tira piedras a su propio
tejado.
No es que todo el género
masculino sea misógino, machista o un asesino en potencia, pero cada vez hay
más, proliferan como los hongos. Y desde luego todas las que apoyamos estas
causas no somos feministas. Incluso hay muchos hombres que también nos apoyan.
Hay mucha costumbre de tener una visión reduccionista de todo, las cosas sólo
pueden ser de dos o tres maneras y ya está, y el que respalda tal o cual idea
sólo se puede clasificar de determinada forma, pero no es tan sencillo. Lo que
no se puede hacer es mirar a otro lado, ser indiferente, pensando que ninguna
preocupación que consideramos ajena es lo bastante importante como para que
perturbe nuestro espíritu o nos quite el sueño. Sin embargo, creo que nadie
puede dormir tranquilo dándole la espalda a una realidad que nos puede afectar
a todos en un momento dado o a alguien de nuestro entorno.
No es agradable ver cómo mueren
de inanición los niños víctimas de la guerra que aparecen en televisión a
diario, ni contemplar en los telediarios cómo sufre la gente con las
enfermedades epidémicas, y tantas otras cosas que nos resultan desagradables
pero que forman parte del mundo y la época que nos ha tocado vivir. Pero eso no
quiere decir que podamos dormir tranquilos sin hacer nada al respecto, con el
estómago lleno, un techo bajo el que vivir y el médico a mano cuando estamos
enfermos. Es una ficticia sociedad del bienestar en la que nos regodeamos en
nuestra autocomplacencia, egoísta y deshumanizada. No se trata de apuntarse a
una ONG, ni de ser generoso en el cepillo de la Iglesia, ni de dar de vez en
cuando limosna a algún pobre de la calle que seguramente está siendo explotado
por alguna mafia. Basta un poco de generosidad con cada causa que se presenta,
unir todos nuestras voces de denuncia y protesta. Nos pasaremos la vida
protestando, pero qué menos en un mudo como el nuestro tan lleno de lacras y
tan necesitado de rasgos humanidad, y de caridad.
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