Gracias al regalo con el que mi
tía Carmen me obsequió este verano por mi cumpleaños, he tenido el placer de leer Ve y pon un centinela, curioso título con el que Harper Lee
ha bautizado el libro que escribió antes de Matar a un ruiseñor, al que debió
considerar más “redondo”, hasta el punto
de no llegar a publicar el 1º, sobre todo cuando su versión para el cine fue un
éxito tan clamoroso que se puede decir que su autora ha vivido de las rentas para el resto de su existencia.
En este libro que había
permanecido inédito aparecen los protagonistas más mayores. El inolvidable
Atticus Finch y su rebelde hija Jean Louise son seres adultos que desgranan sus
vidas en medio del aparentemente tranquilo ambiente de un pueblo sureño de EE.UU.,
en el que sin embargo sigue existiendo el problema del racismo. La hija de
Atticus planta cara a su padre al comprobar que algunas convicciones que él le
había inculcado desde la infancia empiezan a abandonarle. Pero quizá lo que más
me ha gustado de este libro son sus flash back al pasado recordando
los juegos de niños con su hermano Jem, que murió joven como su madre, sobre
todo cuando parodiaban al predicador en sus sermones. Son curiosas las cosas
con las que se queda la atención de los niños: la idea del pecado, el misterio
de la vida y la muerte. Me pareció hilarante el episodio en que Jem intenta
bautizar a su hermana y a otro chico amigo en el estanque del jardín por
inmersión, lleno de nenúfares y carpas, en medio de esa agua verde y fangosa,
hasta que son pillados in fraganti y medio azotados por el palo de una escoba.
Cuando vieron a Atticus, su padre, entristecido durante la comida y ver unas
pocas lágrimas rodar por sus ojos, mientras el párroco les daba la charla,
invitado también a comer, Jean Louise se sintió muy afligida. Después el
padre se disculpó por tener que ausentarse por un momento, y Calpurnia, la
cocinera, la sorprendió diciéndole que en realidad se había tenido que ir a
otro lado de la casa para partirse de risa.
Pero lo que yo ansiaba sobre todo
era encontrarme con la descripción de Atticus Finch, el modelo de ser humano increíble y maravilloso que ha anidado en mi corazón durante toda la vida, desde aquel Matar a un ruiseñor, a cuyo actor que lo encarnó tan
magníficamente, Gregory Peck, marcó también su vida personal para siempre.
Reproduzco parte de lo que sobre él se dice en el libro. Por cierto, Jean
Louise siempre llamaba a su padre por su nombre de pila, nunca papá, una mezcla
de amor y cierta distancia que me llama la atención, y que marca su peculiar
relación filial:
Integridad, humor y paciencia
eran las 3 palabras que mejor definen a Atticus Finch. Había también una frase
recurrente que podía aplicársele: si se escogía al azar a cualquier vecino del
condado de Maycomb y se le preguntaba qué opinión le merecía Atticus Finch, la
respuesta sería con toda probabilidad: “Nunca tuve un amigo mejor”.
El secreto de Atticus Finch para
vivir era tan sencillo que resultaba por ello profundamente complejo: mientras
que la mayoría de los hombres intentaba estar a la altura de los códigos de
conducta de su elección, Atticus aplicaba el suyo al pie de la letra sin darse
aires, sin aspavientos ni angustia vital alguna. Tenía el mismo carácter en público
que en privado. Su código de conducta era la ética sin complicaciones del Nuevo
Testamento, y su recompensa al respeto y el cariño de todos cuanto le conocían.
Incluso sus enemigos lo querían, porque Atticus jamás se daba por enterado de
que eran sus enemigos. Nunca había sido un hombre rico, y sin embargo era el
hombre más rico que jamás conocieron sus hijos (...)
A sus 48 años, Atticus se quedó
con 2 niños pequeños y una cocinera negra llamada Calpurnia. Es poco probable
que alguna vez se preguntara el porqué. Se limitó a criar a sus hijos lo mejor
que pudo y, a juzgar por el cariño que estos le tenían, lo hizo sumamente bien:
nunca estaba demasiado cansado para jugar al escondite, ni demasiado ocupado
para inventar historias maravillosas, ni demasiado absorto en sus problemas
para no escuchar con toda seriedad una queja.
Cada noche, les leía en voz alta
hasta que le fallaba la voz. Al hacerlo mataba varios pájaros de un tiro, y
probablemente habría dejado perplejo a más de un psicólogo infantil: les leía a
Jem y a Jean Louise cualquier cosa que él estuviera leyendo, y los niños se
criaron poseyendo una extraña erudición. Les salieron los dientes escuchando
historia militar, proyectos de ley pendientes de aprobación, historias
detectivescas, el Código de Alabama, la Biblia y la antología de poetas
ingleses de Palgrave.
Allá donde iba Atticus, allá iban
también, casi siempre, Jem y Jean Louise. Los llevaba a Montgomery con él si la
asamblea se reunía en verano; los llevaba a partidos de fútbol americano, a reuniones
políticas, a la iglesia, a la oficina por la noche si tenía que trabajar hasta
tarde. Después de la puesta de sol, rara vez se veía a Atticus en público sin
sus hijos a remolque.
Jean Louise nunca conoció a su
madre, ni sabía lo que era una madre, pero muy pocas veces sintió la
necesidad de tenerla. De pequeña, su
padre nunca había tenido problemas para entenderla, ni había vacilado una sola
vez, salvo cuando, a los 11, ella regresó un día del colegio y descubrió que
estaba sangrando (…) Calpurnia se hizo cargo de la situación (...)
No estaba sola, pero lo que le
servía de apoyo, la fuerza moral más poderosa de su vida, era el amor de su
padre. Nunca lo ponía en duda, nunca pensaba en ello, ni siquiera se daba
cuenta de que, antes de tomar cualquier decisión importante, se preguntaba
insconscientemente, como un reflejo, qué haría Atticus. No se daba cuenta de
que, cada vez que se plantaba y se mantenía en sus trece, era su padre quien la
impulsaba a ello; de que todo lo que tenía de bueno y de decente su carácter se
lo debía a él. No sabía que lo idolatraba (…)
Le daban pena quienes se referían
a sus padres llamándoles “viejos”, dando a entender que eran seres ineptos,
vulgares que en algún momento habían defraudado a sus hijos de manera terrible
e imperdonable.
Derrochaba piedad a manos
llenas, y se complacía en su mundo
cálido y confortable.
El título del libro está tomado
del capítulo 21 de Isaías, versículo 6: “Porque el Señor me dijo así: Ve y por
un centinela que haga saber lo que viere”. Y a él hace la protagonista alusión
en otra parte del relato, cuando rodeada de las cacatúas que constituían la
sociedad del lugar, en una reunión de mujeres en su casa organizada por una tía
suya, no paraba de oir los mismos comentarios llenos de prejuicios y racismo
que había escuchado toda su vida. Horrorizada por todo esto, pensó que el predicador había
puesto el día anterior en la iglesia un centinela durante su sermón. “Debería
haberme dado también uno a mí. Necesito un centinela que trace una raya en
medio y diga “aquí hay una justicia y aquí hay otra” y me haga entender la
diferencia. Necesito un centinela que dé un paso adelante y proclame ante todos
ellos que 26 años es mucho tiempo para gastarle una broma a una, por muy
graciosa que sea”, en alusión a la edad que ella tiene en ese momento. Y
realmente quién no necesitaría un centinela, una especie de ángel custodio,
protector y guía que nos conduzca por los caminos que no son los equivocados.
Si en algo constituyó para mí el
placer de la lectura de este libro es, además de la maravilla del personaje de
Atticus y ese mundo que le rodea, es el estilo de escritura de Harper Lee y la
forma como se adentra en los personajes, formas de expresión y pensamiento que
ya no se dan hoy en día y que nos transportan a una época en la que los escritores
se recreaban con cadencias y profundidades que nos llevaban poco a poco y con
certera seguridad a ambientes e historias que nos terminan resultando
perfectamente reales.
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