martes, 18 de agosto de 2015

La ciudad del fin del mundo


Interesante el reportaje del periodista Jon Sistiaga en Chernobyl y alrededores, en lo que ha dado en llamar "la ciudad del fin del mundo". Sobrecogedores los bosques famélicos, las llanuras yermas, las casas abandonadas. A medida que el equipo se adentra con su vehículo en lo que los norteamericanos hubieran dado en llamar "la zona cero" sino fuera porque ese nombre ya se lo asignaron al lugar donde se erguían las Torres Gemelas, las personas van desapareciendo y el silencio es profundo e inquietante.


Jon lleva consigo un medidor de radiación que tiene encendido en todo momento. Cuando se acercan a los camiones abandonados donde evacuaron a los habitantes, el nivel de radiaciones es tan alto que el citado aparato produce un pitido casi insoportable. Lo mismo que cuando se internan en una guardería gigantesca. Por qué hay más radiación allí que en otros sitios de Chernobyl se desconoce. Las aulas, enormes, tienen el suelo lleno de hojas de papel donde los niños escribían y pintaban. Sorprende su buen estado de conservación pese a haber pasado 29 años desde la tragedia. Algunos juguetes yacen abandonados, y multitud de máscaras de gas se amontonan en una de las estancias. Uno de los guías cree que los saqueadores las apilaron allí tras arrancarles el cobre que llevan. Desde luego hicieron bien su trabajo porque hasta se llevaron las ruedas y las gomas del manillar de un triciclo, que permanece olvidado como un esqueleto en un rincón.

El periodista se mete también en un polideportivo, donde vemos un gran gimnasio y una enorme piscina vacía, con graffitis en algunas de sus paredes. Se alternan imágenes de archivo de cómo era la vida allí antes de la catástrofe. Se ve a la gente circulando por las calles, los niños jugando en los parques, niñas haciendo gimnasia rítmica, gente nadando en las piscinas públicas... Produce una cierta tristeza que una comunidad que sólo duró 16 años, desde que fue construída para alojar a los trabajadores de la central nuclear hasta que tuvo lugar el escape radiactivo, aparezca tan nueva y limpia, tan acogedora pese a las colmenas de edificios grises, y sin embargo se la vea ahora tan destartalada.

Visita además un parque de atracciones que se iba a inaugurar 4 días después de la tragedia. Todo permanece estático, la noria que nunca llegó a funcionar estática y silenciosa.

A las afueras van a una casa de campo, llena de cristaleras y rodeada de vegetación. Debió ser muy hermosa cuando estaba habitada. Dentro hay un piano y uno de los guías empieza a tocar las teclas sucias. El sonido es desafinado, casi siniestro.

El periodista habla con algunos de los llamados "liquidadores", gente que trabajaba en la central y que luego se encargó de limpiar el desastre. Muchos han muerto a consecuencia de aquella tarea, pero exhiben con orgullo el título porque en Rusia se les considera héroes. Viven de una modesta pensión.

Varios carteles a la entrada advertían de que no se podía beber agua de los manantiales, ni coger setas, que allí abundan, ni cazar. Los lagos permanecen inmóviles, silenciosos. El pequeño puerto está muerto, sin vida, con algunos barcos oxidados medio hundidos en sus aguas. Un habitante de allí, de los pocos que han decidido permanecer en esa tierra pese al peligro que ello entraña, recuerda con nostalgia lo bonita que era esa zona cuando el puerto funcionaba, pleno de actividad.

Al llegar a la central de Chernobyl les hacen vestirse con unas ropas blancas, cubriéndose pies y cabeza. Les advierten que si algo se les cae al suelo, aunque sea una de sus costosas cámaras, no lo pueden volver a coger porque está muy contaminado. Algunos operarios desmontan estructuras metálicas con sopletes que, dependiendo de su grado de radiación, tendrán un destino u otro. A 100 metros está la torre en la que se originó la explosión y el escape radiactivo. Se la recubrió de una estructura aislante, lo que llamaron un sarcófago, que ya empieza a deteriorarse por el paso del tiempo. El miedo a más fugas ha hecho que se esté construyendo una estructura aún mayor y más sólida que servirá para evitar más problemas. Pasan unas secuencias de archivo del reactor poco después de la catástrofe, en las que se aprecia el destrozo de la torre y una incandescencia en su interior parecida a la de un volcán. Dicen que en la actualidad hay una masa similar al magma pero que no se ha visto nunca antes, una materia desconocida cuyo comportamiento aún se ignora si se lo dejara fuera de los límites impuestos, y que es altamente destructiva.

Para acabar su periplo visitan a un matrimonio muy anciano que se ha resistido a marcharse de su tierra y que viven junto con otras pocas personas en un pequeño pueblo de las afueras. Sus familiares ponen todo tipo de excusas para no visitarles por temor a la radiación. Están solos y tristes, y viven con mucha pobreza. Él dice que dos veces al año viene gente del gobierno a hacer mediciones de radioactividad de la tierra, el agua y el aire y les dicen que todo está bien. Son tan mayores que posiblemente les de igual aunque no fuera así, se conforman con lo que les digan por conveniencia, aunque sea difícil de creer.

Jon Sistiaga es un periodista peculiar. Durante todo el programa estuvo haciendo comentarios graciosos para quitarle hierro al asunto, y hay que reconocerle su valor al haber arriesgado su salud en un sitio así. Sus reflexiones personales resultaban interesantes, y su forma de contar las cosas. Habla ruso perfectamente. Son, en fin, sus reportajes un ejemplo de lo que es el auténtico periodismo, crónicas de la vida real que hacen reflexionar y te dejan una placentera sensación, como de haber sido testigos y partícipes de una aventura, de una problemática o una forma de vivir distinta, da igual la parte del mundo que sea, y que completa nuestra visión de la época en la que nos ha tocado existir.


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