viernes, 16 de febrero de 2007

El paraiso perdido


Dicen que el alma siempre regresa a los lugares donde un día fuimos felices. De entre estos lugares, el que es mi paraíso perdido, existe una aldea perdida entre las montañas de León que en invierno se queda aislada por la nieve: Cirujales.
Fuí con mi familia una Semana Santa, cuando yo tenía ocho años, a visitar a un tío, hermano de mi abuela Pilar, su mujer y sus hijos. El viaje en coche fue largo, y para llegar allí había que atravesar muchas otras aldeas y pueblos.

Llegamos a un valle en el que se arremolinaban unas cuantas casas, todas de dos plantas, con una galería o mirador en la planta de arriba. En aquella época no estaban acondicionados los caminos y mis tíos nos tuvieron que dejar unas madreñas, porque era época de lluvias y estaba todo embarrado.

Recuerdo la casa de ellos al final de una pequeña cuesta: tenían un establo con muchas vacas y cerdos. Mi tío ordeñó una para que viéramos como se hacía. La pestilencia de tantos animales encerrados atormentó mi nariz.

Luego, mientras los mayores hablaban, mi hermana y yo nos escabullimos y nos fuimos donde estaban los cerdos. Nos parecieron tan grandes y gorditos que nos dió, en un alarde de brutalidad de la que hoy me avergüenzo, por pincharlos con una horca de las que se usan para aventar la paja.
Le dimos de comer manzanas a un burro que tanían: recuerdo la impresión de su hocico húmedo y caliente en la palma de mi mano. Las devoraba con verdadera delectación.

A un hermano de mi madre se le ocurrió montarlo a pelo, y el burrito, entre asustado y colérico, emprendió un trote veloz y descontrolado pradera abajo. El improvisado jinete mantuvo el tipo como pudo, pero al final de la carrera apareció sentado en la parte trasera del animal. Estaba muy cómico, con cara de susto.

Después nos montamos mi hermana y yo con uno de nuestros primos. Mi padre sacó estas imágenes con su tomavistas, y son ahora un recuerdo imborrable de aquellos días.

Como todo lo queríamos ver, investigamos también en un pequeño huerto que tenían a un lado de la casa, con lechugas, tomates y toda clase de verduras.

Al entrar en la casa, se veían las madreñas de toda la familia en la puerta, cada una de un tamaño.

Por la noche, sentados a la mesa mientras cenábamos las truchas que habían pescado en el río, un gatito se paseaba entre nuestras piernas y nos miraba para que le echáramos algo de lo que nos sobrara. Yo le dí las raspas del pescado, y se las comió con mucho gusto.

La abuela Pilar nos contó que de joven, cuando vivía allí, le sorprendió una tormenta mientras llevaba un rebaño de ovejas. Pasó mucho miedo, sobre todo porque los truenos retumbaban entre montañas con una resonancia bestial.

Pasamos pocos días en Cirujales, pero el recuerdo de sus prados llenos de hierba, sus pequeñas casas, la vida sana que se llevaba al aire libre en plena Naturaleza, y el calor de la familia que allí teníamos y que ya no volvimos a frecuentar, permanece en mi memoria como si hubiéramos estado ayer mismo.

Hace poco, al meterme en el foro de los pueblos de León para ver cosas sobre Cirujales y dejar una pequeña parte de mis recuerdos entre los que allí escribían, me mandó un e-mail una persona que resultó conocer a mi familia desde hacía mucho tiempo. Me envió fotos antiguas en las que aparecía mi abuela de joven y mi madre y sus hermanos de pequeños. Además dió la coincidencia de que vive cerca de mi barrio, y sigue yendo a Cirujales cada cierto tiempo, donde tiene casa. Le agradecí mucho aquellas fotos.

Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, dime si no tienes tú también un paraíso perdido al que querrías volver alguna vez. Yo desde luego no voy a dejar este mundo sin haber regresado a él. Ya siento en mi cara el frescor de las montañas, el olor de la hierba...

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