miércoles, 28 de febrero de 2007

La abuela Pilar

Hablar de mi abuela Pilar, la madre de mi madre, es hablar de una mujer serena, elegante, fuerte, con mucha personalidad.
Aunque había nacido en tierras lejanas, Argentina, hija de emigrantes de León, de aquel origen pocas cosas le quedaban salvo la caligrafía, cuando escribía cartas a los hermanos que aún tenía allí.
De joven fue una mujer muy bella, el pelo castaño ligeramente ondulado, los ojos enormes oscuros, el cuerpo grande, tipo italiana, escultural. Tiene fotos en las que aparece junto a mi abuelo, con vestidos bonitos, con tacones, con el estilo que habitualmente caracterizaba a las mujeres de los años 40-50.
Mi abuelo la conquistó escribiéndole cartas hermosas y apasionadas que al principio no firmaba. Ella se enamoró de su delicadeza, de su gracia, de su caballerosidad, de su saber estar.
Cuando se casaron se fueron a vivir a una casa antigüa, de las que tienen escaleras de madera y altas barandillas de hierro. Las tardes se pasaban plácidamente en su salón, cuando entraba el sol a raudales por los tres grandes balcones y lo inundaba todo de luz y calor.
Con el abuelo llevaba una agitada vida social, siempre acudiendo a tertulias y espectáculos. Él era un auténtico relaciones públicas y tenía muchísimos amigos.
La vida cambió por completo para ella cuando faltó él tempranamente. Desde entonces, resignada y digna, dijo que jamás volvería a mirar a otro hombre, y eso que pretendientes no le faltaron, porque ninguno se podía comparar con el marido muerto. Y así fue.
La abuela Pilar era muy sobria en sus manifestaciones de afecto, no porque no fuera afectuosa si no quizá por pudor. No solía dar abrazos ni caricias, ni decía palabras de cariño, pero nos quería mucho a mi hermana y a mí, sus únicas nietas. Cuando estabas con ella te sentías protegida y segura, transmitía una serenidad y una armonía enormes. Alguna vez, cuando nos sentábamos a su lado, nos pasaba el brazo por encima del hombro y nos apretaba contra ella sonriendo y diciendo alguna cosa tierna.
Nunca se quejaba por nada, y si tenía alguna preocupación no solía sacarla a relucir.
Ella era mujer de pocas palabras, muy observadora e inteligente, pero las pocas que decía se podían considerar sentencias, y rara vez se equivocaba.
Creo que nadie podía resistir la fuerza de su mirada, que te traspasaba hasta lo más hondo del alma y te desnudaba. Yo casi no podía sostenérsela y ella, que lo sabía, se sonreía viendo mi apuro.
Nunca descuidó su arreglo personal, las uñas pintadas con colores discretos, el maquillaje sobrio, el pelo bien peinado... Gustaba de partir un limón y exprimírselo en las manos cuando terminaba de fregar los cacharros. Decía que era el mejor modo de cuidar la piel, más que con cualquier crema. No estaba excesivamente pendiente de su persona, sólo tenía algunas costumbres que no había abandonado nunca, lo justo para estar siempre a punto.
A veces le gustaba contarnos cosas de su infancia y su juventud, como cuando lloraba porque pedía una cosa y no se la querían dar, entonces su padre le decía que si una de las lágrimas que le resbalaban por las mejillas llegaba a la garganta, accedería a lo que ella quisiera. Y a mí, de las pocas veces que lloré en su presencia, enseguida que me veía así me decía con voz cariñosa: "No llores, tontina"
Ahora me parece estár viéndola aún disfrutando de los fines de semana en el campo, sentada en la hierba, preparándose una ensalada bien regada con un chorrito de limón (lo usaba para muchas cosas, como se ve), tomando el aire y el sol, disfrutando del paisaje.
O cuando íbamos a la playa para pasar juntos los veranos, con su albornoz blanco tan elegante y su gorro estilo años 30 para protegerse de los rayos solares. De joven su piel había sido finísima y blanca, pero desde que se acostumbró a ir al mar se tornó dorada. Aunque casi no sabía nadar, le encantaba bañarse. Cuando había olas, las remontaba flanqueada por mi padre y un tío, sin miedo, como afrontaba todo lo que hacía en la vida.
Me encantaban las reuniones que teníamos el día del Pilar, que en mi familia como somos unas cuantas, se celebraba mucho. Ya no han vuelto a ser lo mismo desde que no está ella. Al principio organizaba una comida en su casa. Cocinaba exquisitamente. Aún recuerdo su vajilla, preciosa, que lucía en esas ocasiones, blanca con decoraciones en gris y negro, al estilo de la Cartuja. En los últimos años nos invitaba a un restaurante cerca de su casa, porque ya era mucho trabajo para ella. Siempre, en esas reuniones, nos contemplaba a todos mientras hablábamos, especialmente a sus hijos, orgullosa, con la sonrisa de satisfacción del que ha llevado a cabo una labor bien hecha.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, ten por seguro que su recuerdo me acompaña siempre allá donde voy, su forma de pensar guía mi vida, y procuro emular en la medida de mis posibilidades el aplomo y la serenidad que la caracterizaron.
Te quiero abuela.

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