viernes, 23 de febrero de 2007

Pájaros sin alas

No creo que haya en un hospital una zona que cause más tristeza que la dedicada a los niños.
Cuando mi hija tuvo aquellas fiebres tan altas, siendo muy pequeña, y hubo que ingresarla, tuve oportunidad de comprobarlo.
El primer médico que vimos, uno de los muchos que pasó por allí, un chiflado, al saber que su padre era alérgico a la penicilina, se apresuró a enumerarnos todo lo que le podía pasar a la niña si también lo fuese, así, a bocajarro: convulsiones, estertores, coma cerebral y muerte. Como la fiebre persistía y era alta no había tiempo de hacer pruebas. Le dieron Ceclor, uno de los antibióticos más potentes que hay, y ..... resultó no ser alérgica. Un "contratiempo" menos, un "milagro" haber sobrevivido en medio de tantas medidas drásticas para "salvar" vidas tomadas por "expertos" en la materia.
Se supone que en un hospital te curan tus dolencias, pero el martirio al que hay que someterse para que eso sea posible es muchas veces inenarrable. A la niña la despertaban en mitad de la noche para administrarle su medicación, le daban comidas que ni tocaba, sin interesarse en si las toleraba o si quizá necesitaba otro tipo de alimentos. Lo peor fue cuando se la llevaron sin muchas explicaciones a una sala que había cerca de su habitación: por la puerta entreabierta la pude ver desnudita, sujeta de brazos y piernas por varias enfermeras que le estaban poniendo una inyección mientras ella no dejaba de bramar, presa del terror, con su pequeño cuerpo tenso por el pánico, enfermo.
Luego la ponían en aquella cuna horrible, fea, que tenía los barrotes altísimos, como si fuera una cárcel para niños.
En pocos días gritaba y arañaba a todo el que se le acercaba, incluidos nosotros.
Cuando por fin pudimos regresar a casa se tiró siete horas seguidas durmiendo, a parte de las normales de la noche, y durante las dos semanas siguientes andaba como sonámbula, con unas ojeras enormes y casi sin apetito.
En el pasillo al que daban las habitaciones se reunían los demás niños ingresados a jugar un rato todos los días. Les gustaba sentarse en el suelo, vigilados por la atenta mirada de sus padres. Cada uno tenía una dolencia, los casos de neumonía eran frecuentes, pero duraban allí sólo tres días, en seguida les daban el alta.
De entre todos aquellos niños, recuerdo con especial cariño a Iris. Un día, sentada en la cafetería con ella y su madre, en uno de los pocos momentos en que procurábamos relajarnos, me contó que su hija tenía un retardo del crecimiento: no crecía al ritmo que requería su edad. Su piel parecía envejecida prematuramente, su cabeza estaba desproporcionada en relación al cuerpo, famélico. Los dientes casi no le cabían en la boca, demasiado pequeña. Me contaban las burlas de que era objeto por parte de los otros niños en el colegio.
Esperaban desde hacía meses un tratamiento que no terminaba de llegar, y cuanto más tiempo pasara menos solución tendría su problema.
El día que salimos, recuerdo a los niños sentados en el pasillo mientras jugaban, diciéndonos adiós con sus manitas, las caras tristes porque ellos no tenían la misma suerte. Y allí estaba Iris, por encima de todos ellos, despidiéndose también.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, dime por qué no se humanizan los hospitales, sobre todo en lo relativo a la infancia: que los niños puedan divertirse con personas que les lean cuentos, les hagan fiestas, que les pinten las habitaciones de colores, que se les habilite un lugar al aire libre para que puedan salir de ese encierro. Qué cosa más injusta es la enfermedad en los niños.
Pobres pequeños pájaros sin alas.

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