lunes, 19 de febrero de 2007

La medida del amor

Mi madre dice que ella no sería capaz de dormir sin compartir la cama con mi padre, pues no ha pasado una sola noche sin él en los 42 años que llevan casados. Yo sin embargo llevo varios meses durmiendo sola y ahora sé lo que es descansar, al menos un poco mejor de como lo hacía.
Cuando le dije a mi ex marido que me quería divorciar, aunque llevábamos un tiempo distanciados, pareció cogerle por sorpresa: nunca pensó que la presa tuviera ánimo para escapar por mucho que le apretara las tuercas. Fue el principio de una determinación que no me ha abandonado desde entonces.
Nunca hubo grandes discusiones ni muchas palabras, pero ahí estaba la desazón cotidiana, la falta de amor, la crítica por cualquier cosa, las afirmaciones despectivas sin venir al caso, la irascibilidad. Luego llegó también la burla, delante de quien fuera, y especialmente con su familia, que por supuesto le secundó.
Se trataba de aniquilar en mí cualquier iniciativa de ser persona, de sentir felicidad o ganas de vivir. Celos por todo y de todos. El aislamiento, la tristeza, eran lo que él me deseaba.
La primera vez que fuí al abogado para empezar los trámites del divorcio, me sentí como quizá se sienta la mujer que va a una de esas clínicas en las que se practican abortos: allí vas a deshacerte de algo que se supone es sagrado y valioso, pero que por la razón que sea se ha convertido en una cosa triste, desagradable y que estorba.
Lo peor fue cuando se lo tuve que decir a los niños: ellos me escucharon preocupados, sus ojos enormes mirándome, sus caritas llenas de expectación. Parecían saberlo de antemano y lo encajaron bien, como si no quisieran darle importancia. Me di cuenta de que, aunque son pequeños, se comportaron como si ya fueran grandes, y terminaron por consolarme ellos a mí. Sentí lástima porque tuvieran ya tan temprano que entrar en contacto con algunas de las miserias de este mundo.
Ahora que él se acaba de ir de casa, siento añoranza del hogar que nunca llegamos a formar realmente, del esposo y padre que nunca fue. Recuerdo las cosas que hicimos juntos, cuando parecía haber alguna complicidad entre nosotros, pero me faltan las gotas de ternura que tiñan esos recuerdos de algo entrañable y bonito.
Ahora tengo la certeza de que soy el prototipo de "víctima" perfecta (palabra que no me gusta utilizar, pero que se ajusta a la realidad): de niña tranquila y buena, ordenada y obediente, y muy inocentona. De adulta demasiado pendiente de las necesidades de los demás antes que de las mías propias, y también muy inocentona. Sin duda alguien como yo tenía todas la papeletas para ser en el futuro carne de cañón de algún desaprensivo que no la quisiera tratar bien, como así ha sido, y como quizá vuelva a ser.
El otro día, hablando con el abuelo de uno de los compañeros de clase de mi hijo, decía el hombre que a los que maltratan no se les puede incluir en la misma categoría que a los que cometen actos criminales bajo los efectos de alguna perturbación mental. Son seres de otra especie que carecen de valores, que no tienen alma, ni corazón. Y creo que tiene razón.
Quisiera decirle a mi hija, para cuando se haga grande, cómo debe ser el hombre del que se enamore: un hombre que nunca le haga sentir soledad, que no la ponga en evidencia delante de otras personas, aquel que le haga el amor con verdadero amor.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, quiero decirte que no hay verdad más grande y hermosa que aquella que dice que la medida del amor es el amor sin medida, y con qué raras excepciones se puede vivir un amor así.

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