viernes, 19 de octubre de 2007

Profesores


Cuántos y cuán variados han sido los profesores que han pasado por mi vida de estudiante, y qué imborrables recuerdos me han dejado algunos de ellos.
En el colegio, aún recuerdo a la srta. Nieves intentando poner orden como si fuera un juez, a base de golpes de mazo en su mesa, que un día hasta se le salió la parte de arriba y fue a parar lejos, sin darle a nadie milagrosamente. Ella era de mediana edad, e iba vestida con blusas y pantalones negros porque guardaba eterno luto por el marido muerto tempranamente. Lucía grandes pendientes de bola blanca y un moño que recogía su pelo como una ensaimada en lo más alto de su cabeza. Ella nos enseñó a rezar y aunque su falta de carácter hacía que nadie la obedeciera, todos la queríamos y valorábamos su educación y su espiritualidad.
D. Enrique era el profesor de más edad que teníamos, y también un pedazo de pan. Daba clases en los cursos más avanzados. Como tampoco nadie le respetaba, solía perder los estribos en mitad de una clase, y no se le ocurría otra cosa que lanzar sus gafas por la ventana (afortunadamente eran aulas a pie de calle y justo debajo teníamos un pequeño jardín), o darse de cabezazos contra la pared. Como hablaba mucho, mascaba siempre chicle para no quedarse sin saliva, y solía aflorarle por eso un poco de espumilla en las comisuras. Un día le gastaron los compañeros una broma, poniéndole una mancha de tinta azul de mentira sobre el cuaderno de las calificaciones que tenía sobre su mesa. Menuda cara puso el pobre, creí que le iba a dar un infarto.
La srta. Carmen Álvarez era una treinteañera muy peculiar. Le gustaba peinar su pelo teñido de un color berenjena oscuro mientras daba clase, y solía limpiar sus oidos con la punta de las capuchas de los bolígrafos. Su forma de explicar cuativaba a la concurrencia, pero había que cuidarse mucho de sus arrebatos de mal humor, porque podía abofetearte repetidamente a una velocidad de vértigo sin pestañear. Tenía la costumbre de lanzarnos los cuadernos que corregía desde su mesa al sitio donde estuviéramos sentados, da igual la distancia que hubiera, por lo que los pobres quedaban hechos un trapo al final de curso.
Al profesor Flores, casi cuarentón, le gustaba decir que él en realidad no tendría que trabajar en aquel colegio si no que su sitio estaba en la NASA, pero su talento estaba aún por desccubrir. Se paseaba de aquí para allá mientras explicaba la lección, con las manos a la espalda y encogiendo los hombros alternativamente para hacer hincapié en determinadas cosas que decía. Cuando te clavaba su fría mirada azul por encima de su enorme bigote negro, te echabas a temblar. Le gustaba lanzar preguntas raras cuyas respuestas dejaba caer en las explicaciones con la intención de utilizarlas para castigos generales. Yo anotaba todo lo que decía, por extraño que fuera, y una vez cuando iba haciendo la pregunta siguiendo la lista, al llegar a mí que estaba casi al final, contesté correctamente y se quedó pasmado porque no se lo esperaba. Decició entonces quitar todos los ceros que había ido poniendo.
Pero la profesora que más caló en nosotros fue la srta. Mª José, a la que tuvimos en el último curso. Joven, decidida, con una larguísima melena lisa y castaña, vestida siempre de sport con un pequeño bolso a modo de bandolera, era una persona que conectaba enseguida con todo el mundo, muy humana y auténtica. A veces se quedaba como ausente, con la mirada perdida en el vacío. Añoraba mucho a su madre, fallecida cuando ella era aún una niña. Cuando pasamos al instituto, vino un día acompañada de su novio a hacernos una visita a la salida de clase, para interesarse por nosotros. Era una persona muy cariñosa y muy profunda.
Los profesores que tuve en el instituto no dejaron tantos recuerdos en mí: el de Ciencias Naturales, un señor muy mayor y jovial que vestía bata blanca y llevaba siempre los bolsillos llenos de pequeñas cosas, huesecillos, minerales ..... La profesora de inglés, también muy mayor, con la que aprendí más que en el resto de mi vida, siempre tan parsimoniosa (solían llamarla la "bicuaiet", porque siempre nos decía "be quiet", que estuviéramos tranquilos). Las profesoras de Griego y Latín, magníficas en sus cometidos, la de Historia Universal, que daba auténticas conferencias cada vez que impartía clases, un pozo de sabiduría del Mundo Antigüo y del Arte. Pero fue el profesor de Filosofía, Manuel Suances, el que yo más recuerdo: exaltado cada vez que hablaba en clase, daba puñetazos y patadas en la mesa para imprimir mayor énfasis a sus afirmaciones, y erguía enhiestos los dos dedos de su mano derecha que tenía amputados, para señalar con más fuerza lo que decía. Por su forma de desarrollar los temas, hacía que una asignatura que podía parecer tediosa por lo impreciso de sus contenidos, se concretara en ideas brillantes, absolutas y llenas de sabiduría. Yo tenía el libro llenos de frases suyas, algunas citas textuales, otras de su propia cosecha, pequeñas joyas del pensamiento clásico.
En la facultad reinó la más absoluta mediocridad, aunque recuerdo al profesor Constantino, de Ciencias Políticas, que aparecía alguna vez en televisión. Era muy disperso y terriblemente irónico. Yo me reía mucho con él.
La de Redacción Periodística era una señora menuda que coleccionaba maridos y siempre tenía problemas con el micrófono.
La de Literatura Contemporánea era una chica rumana joven, sensible y muy culta, que parecía estar siempre muy triste. Luego supe que, pocos años después, había muerto de cáncer. Solía quejarse de la falta de libertad que había en su país, en contraste con la que aquí disfrutábamos.
Ahora, con mis hijos, vuelvo a sentir lo que es la vida de estudiante y lo que supone un buen profesor en el desarrollo personal e intelectual de un niño. En el caso de mi hija, tuvo la fortuna de estar con Vicente, un hombre que lleva la docencia en todos los poros de la piel: paciente, bondadoso, enérgico cuando es necesario, disfruta al máximo con cada día que pasa en el colegio rodeado de sus alumnos, sabiendo dar a cada uno lo que necesita. Él no concibe otra forma de vivir. Inteligencia, humanidad, optimismo, todo eso se aúna en él. Mª Ángeles, su compañera en la clase de al lado, tiene mucho en común con él.
Y es que la enseñanza es una vocación que exige una dedicación y una entrega muy parecida a la vocación religiosa.

El tema de la docencia ha sido una fuente inagotable para el cine. Hay películas que me causaron una honda impresión en su momento, como "Rebelión en las aulas", donde un joven profesor negro se enfrentaba al racismo y lograba reconducir y dar sentido a las vidas de un puñado de alumnos con desarraigo social, o "El club de los poetas muertos", donde los chicos terminaban subidos sobre sus pupitres a modo de protesta, la primera reivindicación para ellos, la primera causa que apoyar, secundados por su profesor. Pero la que más me gustó de todas fue "Conrack", donde un profesor blanco, destinado en un colegio de una zona rural de Louisiana, de población negra, tiene que enfrentarse a todos por su forma de enseñar. Aún recuerdo cómo hacía sonar con una mano una campana cada vez que hacía una pregunta a uno de los alumnos, para estimularle, pues eran niños que no tenían motivación, iban como obligados, y cómo celebraba todos los aciertos de ellos y conseguía entusiasmarlos con las clases.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, te diré que un buen profesor es una rara joya que a veces se puede encontrar en los sitios más insospechados, un elemento importantísimo para la educación de una persona, por la influencia que ejerce en unas mentes que aún están a medio formar. A ellos les confiamos nuestros hijos, que son nuestro bien más preciado, esperando que sepan atender a sus necesidades espirituales, que son tan imporntates o más que las físicas.
Ellos dejan un recuerdo imborrable en nuestras memorias.

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