miércoles, 23 de enero de 2008

La casa de la Alameda


Aún recuerdo la enorme manzana de casas en las que vivían las tías y la abuela de mi madre, en la calle de la Alameda, al lado del Pº del Prado. Era un edificio señorial, construido en el siglo XIX, que cuando yo frecuenté de niña se encontraba ya al final de una época, prácticamente abandonado, sólo una sombra de su pasado esplendor.
El portal, enorme, conservaba aún su estacionamiento de carruajes. El ascenso hacia los pisos superiores era una subida suave a través de esas escaleras anchas que se hacían antiguamente, con peldaños de madera que gemían quejumbrosos cuando se los pisaba y pasamanos de hierro forjado. En los recodos había un asiento triangular adosado en el rincón para el descanso de los que se cansaran en la subida.
Las puertas, de gran tamaño, dos en cada piso, se hallaban a uno y otro lado una frente a otra a gran distancia, con mirillas grandes, redondas y metálicas adornadas con arabescos.
En medio de las puertas un gran ventanal a través del cual se veía un patio vecinal que tenía al menos las dimensiones de un campo de fútbol. En aquella época casi todos los cristales estaban rotos, las ventanas desvencijadas y las persianas prendidas en algún punto, como a punto de caer.
El bloque se encontraba en este estado porque el dueño del inmueble quiso hacer el negocio del siglo vendiéndolo a una constructora para hacer viviendas. Para provocar el desalojo del edificio lo apuntaló por fuera para que desde la calle pareciera que estaba en ruinas, y luego fue ofreciendo indemnizaciones a los inquilinos para que se marcharan. Las tías de mi madre fueron las únicas personas que no se quisieron ir, por lo que el dueño del inmueble se dedicó a hacerles la vida imposible, llegando a cortarles el agua y la luz en alguna ocasión, pero nunca consiguió echarlas de allí.
Cuando llegábamos al portal, me asustaba un poco la apariencia fantasmagórica que tenía el edificio, sin apenas luz y con la fachada llena de puntales. Luego, ya en la puerta, al timbre de llamada acudían corriendo tres perros que ladraban furiosos porque estaban poco acostumbrados a la gente, mientras ellas quitaban una especie de tranca que tenían colocada contra la puerta y descorrían un montón de cerrojos. Las tías solían recoger animales abandonados, y tenían en casa además de los perros, tres gatos y varios pájaros. La casa parecía un zoológico, no sé cómo podían convivir en paz todos juntos, quizá porque era muy grande, como todas las viviendas que se hacían en aquella época, que parecían auténticas mansiones, con pasillos muy largos y montones de habitaciones, además de dos terrazas, una interior, más pequeña, que parecía un invernadero y siempre que se entraba allí se percibía un aroma a plantas semi podridas y una humedad constante, donde crecían rosas enormes y preciosas de muchos colores. La otra terraza, exterior, mucho más grande, era donde nos reuníamos en verano para celebrar el día del Carmen. Las tías solían comprar una tarta de yema y nata que siempre estaba medio derretida por el calor, y servían refrescos. Los perros, que querían participar del bullicio, hacían lo posible por subir los peldaños que conducían a la terraza, pero las tías cogían un spray que tenían al efecto y se lo echaban en la cara para que retrocedieran y se quedaran quietos.
En invierno nos sentábamos en el saloncito, y los perros se conformaban con sentarse y mirarnos de reojo, dando gruñidos y bufidos de vez en cuando. Estaban muy gordos porque los alimentaban demasiado y casi no los sacaban a la calle, y tenían los ojos estrábicos y como fuera de las órbitas.
La casa se resintió del abandono general del inmueble, de hecho en una de las habitaciones se había hecho un tremendo agujero en el suelo por el que se podía ver el piso de abajo.
Las tías y la abuela de mi madre vivían rodeadas de muebles antiguos, viejos tapices y fotos en sepia. La abuela, mi bisabuela Carmen, estaba siempre sentada en un sillón de orejas, porque ya casi era centenaria y prácticamente no se podía mover. Desde allí controlaba la vida de la casa: las dos tías, el marido de una de ellas, la criada y la hija de ésta a la que habían acogido como si fuera una hija, además de los animales. Recuerdo su pelo blanco recogido con elegancia en un moño alto, dicharachera, muy conversadora, inteligente, cariñosa y con temperamento a un tiempo. Decía mi madre, aunque yo no lo ví nunca, que cuando sus hijas le pedían dinero decía que el sonotone no le funcionaba bien. A mi hermana y a mí nos daba caramelos que sacaba de un cajón al que sólo ella parecía tener acceso.
Mientras permanecía la televisión encendida, como ruido de fondo, ellas nos regalaban su conversación culta y amable, y nos hacían reir con sus sutilezas y su fino sentido del humor. A pesar de su avanzada edad sus cabezas funcionaban perfectamente, no así al final de sus días por desgracia.
El edificio sólo se quedó vacío cuando ellas fueron falleciendo, y para entonces lo habían declarado monumento histórico-artístico y ya no se podía demoler. Estuvo así muchísimo tiempo, hasta hace poco que pasé por allí y ví que por no sé qué extraño cambalache habían conseguido por fin salirse con la suya y habían construido en esa manzana viviendas y aparcamientos.
Pero ellas ya no fueron testigos de esa felonía. Mientras vivieron constituyeron el último reducto de una época que ya no volverá, un símbolo de la independencia y la rebeldía frente al abuso y la especulación, la manifestación anónima pero no por ello menos grandiosa del coraje y la firmeza de principios de que podemos ser capaces los seres humanos.

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