viernes, 4 de enero de 2008

Navidad, dulce Navidad

Es una lástima que la Navidad se haya convertido con los años sólo en un negocio: parece obligada la compra desenfrenada de regalos y comida en cantidades ingentes.
El sentido de la Navidad, como celebración religiosa, prácticamente ha desaparecido en nuestro país: se ve el portal de Belén y los Reyes Magos como meras figuras decorativas que están ahí siempre cuando llegan estas fechas, y ya no se valora la historia, el sentido que hay detrás de todo ésto.
Recuerdo con nostalgia la devoción con que de niña ayudábamos a mi padre en casa a montar el belén cada año, pues él se erigía en encargado exclusivo de esta tarea. Sacaba las cajas con las pequeñas figuras de plástico, que eran muy bonitas por cierto, no como las que se venden ahora, sacaba el portal de belén hecho con un corcho que imitaba madera, lo mismo que el pozo, sacaba las casas del pueblo, el puente, un río que hacía él con papel de plata, las montañas hechas con papel de embalar que estrujaba estratégicamente para darle forma, y donde colocábamos el castillo de Herodes en lo más alto, y el “cagonet” detrás, para que no se viera mucho. Luego un firmamento estrellado de fondo, pegado en la pared.
En la plaza Mayor lo compramos todo un año, incluido el serrín verde que repartíamos por todas partes, y alguna vez poliuretano rallado sólo por algunos sitios y que hacía las veces de nieve.
Mi padre colocaba luces ocultas tras las ventanas de las casas y el portal de belén, y alguna figura se incorporó de las que tocaban en los roscones que, por su color o su tamaño, desentonaba un poco del resto, pero que tenía también su lugar.
Este año mi hijo se dedicó a lanzar sobre el belén proyectiles de gomaespuma con una araña gigante que le han traido los Reyes ( me niego a decir que ha sido Papá Noel, aunque mis hijos siempre reciben sus regalos en Navidad, como hicieron a su vez conmigo).
Mi padre ha optado por ponerle papel celo por detrás al ángel que está sujeto sobre el portal porque siempre se está cayendo, y no hay nada que desentone más en un belén que un ángel caído.
Me viene ahora a la memoria una anécdota que solía contarme mi madre y de la que yo no guardo ningún recuerdo en mis archivos cerebrales, a propósito de una foto en la que salgo yo, con cuatro ó cinco años, sentada sobre la pierna de un Rey Mago magníficamente ataviado para la ocasión. Yo, tan tímida como era (y lo sería ahora también si tuviera que sentarme sobre la pierna de un Rey Mago, qué pinta también), no fui casi capaz de articular palabra cuando me preguntaba aquel señor qué era lo que quería por Navidad, y estuve a punto de echarme a llorar: aquellas ropas tan espléndidas y aquella corona tan brillante me impresionaron sobremanera.
En estas fechas se suceden las cosas bonitas y las feas sin solución de continuidad: es muy agradable ver las calles con esa iluminación de fantasía, los belenes que se montan aquí y allá como exposiciones y que compiten en grandiosidad y perfección, la música tan festiva (aunque hay ciertos villancicos que son tan machacones que hartan ya un poco), la reunión familiar.... Pero también está lo lamentable: la ausencia de los seres queridos o la existencia de problemas personales, cosas que parece que en estos días se llevan peor, o el encarecimiento de los alimentos (debería estar prohibido por ley), o un chico que ví hace poco con un pendiente disfrazado de Papá Noel repartiendo caramelos de propaganda junto a una óptica (en EE.UU. es aún peor porque los hay a cientos y encima tocando una campana en mitad de la calle). También cuento entre lo lamentable esa costumbre reciente de colocar Papás Noel en las fachadas de las casas como si estuvieran trepando hacia las ventanas (parece una iniciativa a seguir para los ladrones), o a mi hermana poniéndose ciega de langostinos con mayonesa, o yo misma agarrada a la botella de moscatel y dándole a las hojaldrinas, que es que ni conozco.
Yo creo que habría que retomar el espíritu tradicional de la Navidad, y si no en el sentido religioso, que es lo suyo en realidad, para el que no tenga creencias de esa clase, en el sentido más humano posible: aprovechar la ocasión para intentar llevarnos todos un poco mejor, para replantearnos las cosas de nuestra vida que no nos gustan e intentar cambiarlas de cara al Año Nuevo que se acerca. Es la ocasión para acordarnos de aquellos de los que nadie se acuerda nunca, y darles lo que a nosotros nos sobra: todo lo que está previsto que comamos y bebamos de más en estas fechas deberíamos dárselo a ellos. Que sea un derroche de generosidad, no de dinero. Que sea de verdad una dulce Navidad para todos, dulce por el turrón, dulce por el amor a los demás.

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