lunes, 7 de septiembre de 2009

Comics




De vez en cuando veo por ahí algún personaje de los comics que yo leía siendo una niña, recordados por algún nostálgico en algún artículo de prensa, y no puedo por más que experimentar de nuevo esa sensación tragicómica que me producían en su momento.
Todos ellos pasaban por situaciones tremendas que les ponían constantemente en el disparadero, a ellos o a los que les rodeaban, pues sus acciones repercutían inevitablemente en los demás. Cuántos desastres, cuánta aparente simpleza, qué finales más rocambolescos. Cuando los han intentado llevar al cine no han conseguido el efecto que producían siendo dibujos.
Había en casi todos su puntito de perversa inocencia, de crueldad disfrazada, de despreocupada ignorancia. Parecía que todo lo que sucedía ocurría por azar, era como el que no deja de hacer trastadas no porque sea malo sino por pura irreflexión y porque no pueda estarse quieto. Un poco al estilo de Daniel el travieso, que no fue sin embargo uno de mis personajes preferidos.
Recuerdo a Zipi y Zape, aquellos gemelos que sólo se diferenciaban en el color del pelo, con aquellos padres tan antiguos, ella siempre nerviosa azotando las alfombras de su casa para quitarles el polvo (y de paso azotar también el trasero de sus hijos cuando se portaban mal), y él, don Pantuflo Zapatillas, siempre con su batín y sus pantuflas, como su nombre indicaba, el reloj de cadena colgando del chaleco, las enormes patillas que le daban un aire muy serio y esa forma de hablar tan ceremoniosa. No había quien hiciera carrera con los niños, se quedaron como los eternos hermanos traviesos que nunca crecieron.
Y qué decir de Carpanta, con aquel extraño sombrero, siempre relamiéndose porque creía ver comida por todas partes con la que saciar un apetito de bulímico. Recuerdo una historieta en la que hacía de extra en el cine y, cuando se fue a comer una pata de jamón, resultó que era de cartón piedra porque formaba parte del decorado. Qué daño se hizo en los dientes el pobre.
Rompetechos era tremendo, un pobre hombre que casi no veía tres en un burro y al que no le pasaban cosas más graves porque Dios no lo quería, pero que iba sembrando el pánico allá por donde iba, y él sin enterarse.
Mortadelo y Filemón eran los mejores. Dos agentes secretos con un jefe que estaba siempre furioso por culpa de ellos. Los disfraces de Mortadelo, un auténtico camaleón, eran de una imaginación portentosa. Cuando no se transformaba parecía muy aburrido, con aquel traje negro. Filemón se cogía unos rebotes tremendos con él cada vez que por su culpa sufrían alguna catástrofe, pero no podían dejar de estar juntos a pesar de todo. Los pequeños detalles que el dibujante incluía de fondo en cada viñeta no tenían desperdicio. Esos bocadillos llenos de cerditos, bombas que estallaban, signos chinos, espirales y todo tipo de símbolos que sustituían a las palabrotas que Filemón o su jefe soltaban cada vez que se apoderaba de ellos la ira eran impagables. Ibáñez es un maestro del cómic en nuestro país.
Don Pío era más soso. Un señor calvo, con bombín, el pelo oscuro a los lados de la cabeza y bigotito repelente, la cara muy redonda y los brazos siempre arqueados a los lados del cuerpo, con los puños cerrados, tenía un aspecto de hombre corriente y aburrido que en realidad encerraba a un tipo con principios, valiente, alguien de honor, un caballero siempre dispuesto a salvar a alguna damisela en peligro o a algún ser desvalido, y a luchar por ellos a brazo partido si llegaba el caso. Un chuleta con pundonor, prohombre era la palabra que se me venía a la cabeza cada vez que lo veía. Lo que me fastidiaba de él era que presumiera tanto de ello, como si se pusiera de ejemplo para los demás. A veces me daban ganas de ver cómo alguna de sus hazañas no llegaba a buen puerto, pero nunca fue así.
La abuelita Paz era un poco odiosa. Tras esa apariencia venerable y apacible de ancianita con moñito blanco, regordeta, cheposa, con un bastón multiusos con el que hacía pagar caro, así como quien no quiere la cosa, cualquier agravio de que se creyese objeto. Antes de preguntar ya estaba atizando. Era la versión humana de Piolín, otro personaje revestido de falsa inocencia que resulta insufrible. La versión más reciente y desquiciada de ella la encontré en Madagascar, sólo que en lugar de bastón llevaba pedazo de bolso.
Luego había otros de menor calado como Mari Pili y Leopoldino un matrimonio muy fino, Anacleto agente secreto, Pepe Gotera y Otilio chapuzas a domicilio, el botones Sacarino, sir Tim O’Theo, Dª Urraca, las hermanas Gilda, la familia Cebolleta, Petra, y un largo etcétera.
La rue del Percebe era sensacional, un edificio de varias plantas cortado en vertical y en el que se veía las cosas que le pasaban a cada personaje en su casa. Un vecindario muy loco, disparatado, real como la vida misma.
Los comics americanos me pillan un poco lejanos, porque he leído pocos y ya siendo mayor. Spiderman o Superman se hicieron famosos para nosotros más por las películas que por los dibujos. Y sin embargo debo reconocer que la técnica del comic americano es impresionante, casi cinematográfica: los planos lejanos y los primeros planos, las sombras, las siluetas perfectas, la magia y el misterio de los ambientes, el lenguaje breve y contundente, significativo, la expresión de las caras, el humo del cigarrillo, los sombreros tapando parte del rostro, la noche en la ciudad, los callejones y las farolas… Son historias en las que los hombres son fríos, viriles, imperturbables, casi mecánicos, con un pequeño resquicio para el sentimentalismo, y las mujeres son “vamp”, bellísimas y estilosas, irresistibles y enigmáticas, muy femeninas, atormentadas, manipuladoras, capaces por amor de cualquier cosa en el último momento.
Aquellos tebeos que me compraban en el quiosco cada semana y que yo esperaba con emoción, eran lecturas divertidas, intrascendentes, con personajes entrañables que poblaron mi mundo hasta que llegué a la adolescencia.
Ahora ya no se ve esa afición, se ha perdido. Sus relatos tan ingenuos moverían hoy a la hilaridad, es posible que ya no tengan sentido. Y sin embargo cuánto me dieron de sí mismos, me parecían reales, auténticos. No es difícil encontrar en nuestro entorno a alguien que se parece a alguno de ellos. Nosotros mismos incluso.

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