Ya no quedan vendedores como los que existían antaño, o quizá sólo unos pocos. Casi nadie sabe cómo atender un negocio en condiciones, se acabó aquello de que el cliente siempre tiene razón.
Antes, cuando ibas a una zapatería, el dependiente de turno no es que se arrodillara, es que se arrojaba prácticamente a tus pies con un calzador en la mano (cuándo si no se va arrojar un hombre a los pies de una), dispuesto a ponerte el zapato que te quisieras probar casi como si del zapatito de cristal de la Cenicienta se tratara. Daba igual que al final el pobre hombre quedara materialmente sepultado en una montaña de cajas, víctima de la indecisión de la clienta, nunca perdía la paciencia y la sonrisa.
En las boutiques las dependientas te preguntaban constantemente si la ropa te quedaba bien o si había algo que te gustara mientras estabas en el probador. Ahora casi ni te miran cuando les vas a preguntar algo, y cuando vas a pagar estudian los billetes con desconfianza, como si lo que les fueras a dar fuera tan falso como los anillos que llevan amontonados en sus dedos, mientras mascan incansables chicle con la boca abierta y un poco ladeada.
En la época de mis abuelos había cómodos asientos en las tiendas para que el cliente esperara sin cansarse, y cuando te marchabas te agradecían la visita, el hecho de que les hubieras elegido a ellos antes que a otros para hacer tus compras, te deseaban que disfrutaras de aquello que habías adquirido y te decían que pasaras un buen día.
No me gustan los tenderos demasiado pelotilleros que se pasan el tiempo haciendo genuflexiones, pero un poco de ceremonia y de buena educación nunca está de más, es muy de agradecer.
Pero ahora hemos pasado de la alfombra roja a la indiferencia y casi el desdén, y somos los clientes los culpables de que esto sea así. Si al primer vendedor que nos tratara sin el debido respeto le pusiéramos en su sitio e incluso dejáramos de frecuentar su tienda, otro gallo cantaría. Pero como el negocio está asegurado, porque el consumismo de hoy en día es tan grande, parece que da igual cómo se trate a la clientela, y ésta a veces deja también mucho que desear. No hay más que ver cómo dejan los artículos después de todo un día de vorágine consumista, todo tirado y en revoltijo.
De los pocos casos que conozco de un vendedor de los de antes es el dueño de una cafetería restaurante a donde suelo ir a desayunar con mis antiguos compañeros de trabajo. Es un señor mayor que tiene muchos premios como cocinero, repartidos aquí y allá por su local. Cada vez que vamos, aunque nos hayamos pedido algo de comer con el café, aparece con dos o tres bandejas llenas de montados de paté, cabracho, tortilla, ensaladilla y mil cosas más, y si ve que se vacían pronto trae más. A mí me da ya hasta vergüenza. Son los aperitivos que se le podría poner a un regimiento, por la cantidad. Cuando vamos a pagar, si le damos billetes, como casi nunca tiene suelto, nos dice que se lo abonemos al día siguiente. Es una buena forma de asegurarse de que volveremos a ir por allí, pero también podría ser que no fuera así. Es increíble la generosidad de este hombre, lo atento y lo trabajador que es, cómo le gusta lo que hace y lo desinteresado que es llevándolo a cabo. No deja de maravillarme, y más con los tiempos que corren.
Echo de menos a los vendedores de antes, los que gastaban buenos modales, los que sabían tratar al cliente y estar al frente de un negocio. No todo el mundo es capaz de ponerse detrás de un mostrador como es debido. Hoy en día ya no es agradable entrar en una tienda a comprar, y mucho menos en unos grandes almacenes, donde el cliente vaga desamparado en medio de montañas de productos, con la esperanza de encontrar un dependiente medianamente solícito que siquiera le haga el favor de atenderle.
Se acabó aquello de que el dueño de un negocio es "su seguro servidor", para lo que necesite. Y es que ya no somos nadie.
Antes, cuando ibas a una zapatería, el dependiente de turno no es que se arrodillara, es que se arrojaba prácticamente a tus pies con un calzador en la mano (cuándo si no se va arrojar un hombre a los pies de una), dispuesto a ponerte el zapato que te quisieras probar casi como si del zapatito de cristal de la Cenicienta se tratara. Daba igual que al final el pobre hombre quedara materialmente sepultado en una montaña de cajas, víctima de la indecisión de la clienta, nunca perdía la paciencia y la sonrisa.
En las boutiques las dependientas te preguntaban constantemente si la ropa te quedaba bien o si había algo que te gustara mientras estabas en el probador. Ahora casi ni te miran cuando les vas a preguntar algo, y cuando vas a pagar estudian los billetes con desconfianza, como si lo que les fueras a dar fuera tan falso como los anillos que llevan amontonados en sus dedos, mientras mascan incansables chicle con la boca abierta y un poco ladeada.
En la época de mis abuelos había cómodos asientos en las tiendas para que el cliente esperara sin cansarse, y cuando te marchabas te agradecían la visita, el hecho de que les hubieras elegido a ellos antes que a otros para hacer tus compras, te deseaban que disfrutaras de aquello que habías adquirido y te decían que pasaras un buen día.
No me gustan los tenderos demasiado pelotilleros que se pasan el tiempo haciendo genuflexiones, pero un poco de ceremonia y de buena educación nunca está de más, es muy de agradecer.
Pero ahora hemos pasado de la alfombra roja a la indiferencia y casi el desdén, y somos los clientes los culpables de que esto sea así. Si al primer vendedor que nos tratara sin el debido respeto le pusiéramos en su sitio e incluso dejáramos de frecuentar su tienda, otro gallo cantaría. Pero como el negocio está asegurado, porque el consumismo de hoy en día es tan grande, parece que da igual cómo se trate a la clientela, y ésta a veces deja también mucho que desear. No hay más que ver cómo dejan los artículos después de todo un día de vorágine consumista, todo tirado y en revoltijo.
De los pocos casos que conozco de un vendedor de los de antes es el dueño de una cafetería restaurante a donde suelo ir a desayunar con mis antiguos compañeros de trabajo. Es un señor mayor que tiene muchos premios como cocinero, repartidos aquí y allá por su local. Cada vez que vamos, aunque nos hayamos pedido algo de comer con el café, aparece con dos o tres bandejas llenas de montados de paté, cabracho, tortilla, ensaladilla y mil cosas más, y si ve que se vacían pronto trae más. A mí me da ya hasta vergüenza. Son los aperitivos que se le podría poner a un regimiento, por la cantidad. Cuando vamos a pagar, si le damos billetes, como casi nunca tiene suelto, nos dice que se lo abonemos al día siguiente. Es una buena forma de asegurarse de que volveremos a ir por allí, pero también podría ser que no fuera así. Es increíble la generosidad de este hombre, lo atento y lo trabajador que es, cómo le gusta lo que hace y lo desinteresado que es llevándolo a cabo. No deja de maravillarme, y más con los tiempos que corren.
Echo de menos a los vendedores de antes, los que gastaban buenos modales, los que sabían tratar al cliente y estar al frente de un negocio. No todo el mundo es capaz de ponerse detrás de un mostrador como es debido. Hoy en día ya no es agradable entrar en una tienda a comprar, y mucho menos en unos grandes almacenes, donde el cliente vaga desamparado en medio de montañas de productos, con la esperanza de encontrar un dependiente medianamente solícito que siquiera le haga el favor de atenderle.
Se acabó aquello de que el dueño de un negocio es "su seguro servidor", para lo que necesite. Y es que ya no somos nadie.
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