miércoles, 15 de octubre de 2008

En honor a la verdad (IV)

- Leyendo un libro que trata sobre un profesor que está dando clase el último año antes de jubilarse, me doy cuenta de las zozobras del que enseña, del temor que puede inspirar un primer día de clase, hasta que se conoce a los alumnos y la impresión que se pueda causar en ellos. Da igual la cantidad de años que se viva dedicado a una profesión como esa. En realidad es como el miedo escénico de los actores, o de cualquier persona que se dedique a hablar en público: en el caso de un profesor, cada clase que da es como una representación teatral, una puesta en escena sobre un tema, un monólogo de esos que se llevan tanto ahora, y el auditorio escucha, ríe, se emociona y hasta aplaude llegado el caso. Un buen profesor hace que cada una de sus clases sea una representación única, inolvidable. Transmitir no sólo el conocimiento si no la propia experiencia, el sentimiento. Que maestro y alumno salgan de cada una de esas clases con la satisfacción de haber participado de una comunicación distinta a todas las demás, sabia, de una corriente de energía hecha a base de palabras que quedan en el aire y que cada cual aprehende y deposita en su corazón y en su mente. Defenestremos al profesor que pega, que humilla, que sentado a su mesa para no cansarse demasiado se limita a leer el texto del libro en voz alta sin más explicación. Como en todas las profesiones, hay quien hace bien y mal su trabajo. “Un bello oficio, si se pone un poco de pasión”, dice el protagonista del libro.

- Ayer me quedé de una pieza cuando, estando en la cola de una de las cajas del supermercado de El Corte Inglés, el señor que estaba delante de mí, un tipo maduro muy elegante, pagó la lata de aceitunas negras que se llevaba con un billete de 500 €. En la mayoría de los supermercados no admiten billetes a partir de 200 €, y menos imagino que para pagar un único artículo de tan poco coste. Este hombre soltó allí mismo en un momento casi la mitad de mi sueldo de un mes. Los hay que no tienen medida de las proporciones, o quizá sea que cada uno tiene su propio rasero, para todo en la vida.

- No deja de sorprenderme la rápida recuperación de Ingrid Betancourt tras un secuestro de seis años como el que ha padecido. La mayoría de las personas que son liberadas tras un largo cautiverio suelen padecer después desequilibrios psíquicos y secuelas físicas de difícil curación. Me imagino que debe ser una mujer con un mundo interior insondable, impermeable a las amenazas que vienen del exterior. Dice ser una persona de mucha fe. También la religión, más que ninguna otra cosa, fortalece al que sufre. Inasequible al desaliento, aunque ya casi al final parecía que iba a tocar fondo. Me admira.

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