jueves, 30 de octubre de 2008

Sectas


Hablar de sectas es adentrarse en un mundo oscuro y siniestro, regido por absurdas y férreas normas impuestas por los que las fundan para asegurarse de que nadie pueda salirse de su organización.
Sus líderes suelen ser personas con inteligencia y carisma suficiente como para atraerse a toda clase de gente, en una comedura de coco constante que deja a sus fieles sin voluntad y sin capacidad de discernimiento ni criterio propio.
Es cierto que aquellos que tengan una personalidad más débil o algún tipo de necesidad son más proclives a caer en las garras de estas extrañas asociaciones.
Son frecuentes los casos de sectas pseudoreligiosas que han mezclado el culto a extrañas divinidades o simplemente iconos, con prácticas de índole sexual. Hay un componente profundamente misógino y fanático en este tipo de clanes, pues la mujer se transforma prácticamente en una esclava del sexo, a merced del líder, que convierte así su obra en una suerte de harén occidental.
Es curioso que los cabecillas de una secta nunca sean mujeres, siempre son hombres, individuos a los que suelen adornar todos los vicios imaginables, la lujuria y la avaricia los primeros.
Cuántos se han enriquecido liderando a estos grupos de infelices a los que, con métodos dignos del mismísimo Freud, se les ha privado de libre albedrío.
Cuántos no se han dejado llevar por una locura colectiva al hacérseles creer que la vida fuera del grupo está amenazada, y que cuando esto suceda el suicidio es la única salida posible. Siempre me han horrorizado las noticias de gente que se quita la vida en masa, tan típicas de sitios como EEUU.
Una vez ví un reportaje de unas chicas, aquí en España, que habían regresado a sus hogares después de haber estado en una secta. Sus mentes no eran capaces de pensar en otra cosa que volver allí, no podían llevar una vida normal porque habían perdido el apetito, el sueño y hasta las ganas de vivir, se encontraban en estado casi catatónico, depresivo. Se demostró además que algunas se habían infringido castigos físicos mientras estuvieron a merced de la secta, algo parecido a lo que hacían los religiosos en conventos y monasterios cuando se flagelaban la espalda, para hacer penitencia. Una aberración.
Hoy en día hay organizaciones que oficialmente no se consideran sectas, pero que tienen todas sus características. Los del Opus Dei, por mucho poder y encumbramiento que puedan tener, son la mayor secta conocida hoy en día. Tuve en el instituto a una compañera que pertenecía a este grupo y que intentó introducirme, como tienen obligación de hacer todos sus integrantes. Me enseñó un par de sitios donde se reunían. Eras casas en edificios antiguos, de las que tienen muchas habitaciones y largos pasillos. En unas se había montado salas de estudio, otras servían para practicar con la guitarra y otras, las más siniestras, tenían bancos parecidos a los de las iglesias donde los acólitos se sentaban con la cabeza baja, iluminados únicamente por la luz de un flexo que un sacerdote tenía sobre su mesa, el cual les echaba unos aburridos e interminables sermones con voz monocorde, instándoles a que confesaran públicamente sus pecados.
Esta compañera no podía llevar pantalones ni ver televisión. Había hecho voto de castidad y la idea que tenía del sexo era tan infantil que daba casi pena. En una conversación que tuvimos sobre este tema me decía lo mismo que el Opus les inculca a todos: sólo se podía practicar sexo en el matrimonio y para traer hijos al mundo con los que extender el pueblo de Dios. Mis afirmaciones la llenaron de dudas e inquietud, y sus débiles convicciones se tambaleaban con facilidad. Siempre me decía que tenía que consultar lo que yo le decía.
Así pasaba que en el cursillo prematrimonial que nos dieron a mi ex marido y a mí los del Opus, lo 1º que hicieron fue separar a hombres y mujeres, algo absurdo si se supone que lo que tienen que hacer es prepararnos para una vida en común, y de este modo nos aleccionaban sin posibilidad de contrastar opiniones con nuestra pareja, con un aluvión de información más propia de la Edad Media que del mundo en el que vivimos. Nos hablaba un sacerdote que tenía un puesto importante dentro de la Iglesia, y decía cosas sobre sexo casi pornográficas. En realidad no sé por qué estos cursillos los tienen que dar sacerdotes, puesto que por sus votos no pueden poner en práctica nada de lo que afirman (sólo el que sea viudo tendrá alguna idea).
Para la ocasión nos trajeron a una adepta, una señora madura con una docena de hijos, muy risueña ella, para ponérnosla como ejemplo a seguir. Nos dijeron que cuando estuviéramos casadas si no teníamos ganas de tener relaciones carnales algún día debíamos aguantarnos, porque formaba parte de los deberes conyugales y estábamos supeditadas además a las necesidades del hombre. Y para facilitar la cuestión la vaselina aplicada en nuestras partes venía como anillo al dedo. Y si estábamos en avanzado estado de gestación y no podíamos hacerlo como siempre, nos tenían que dar por atrás. Si la mujer no se sometía al marido en todos los sentidos estaba socavando los cimientos del matrimonio y, por tanto, cometiendo un grave pecado.
Yo alucinaba en colores. Menos mal que mis creencias son mucho más sencillas y naturales que todo eso y fue lo que me permitió no dejarme confundir.
Hay mucha gente morbosa en este tipo de organizaciones, algo que suelen generar todas esas normas que se alejan de una vida sana y natural.
Pero los que más curiosidad me han despertado siempre son los Testigos de Jehová. Los recuerdo hace algunos años cuando venían en masa a mi barrio y hacían bautismos colectivos en el estadio. Instalaban piscinas donde sumergían a sus adeptos, vestidos para la ocasión con túnicas blancas, a semejanza de lo que hacían los primeros cristianos, cogiéndolos por la nuca como si fueran conejos y metiéndolos bajo el agua lo justo para que no se ahogaran.
Aunque venían a cientos no hacían mucho ruido y eran extremadamente pulcros, al contrario del público que atrae hasta allí los partidos de fútbol o los conciertos. Ellas llevaban pamelas y vestidos largos hasta el tobillo. Ellos traje chaqueta y corbata, y al ser verano se permitían despojarse de la 1ª para quedarse con la camisa de manga corta. Los niños iban como los mayores por pequeños que fuesen. La idea que los fundamentaba era la familia y la convivencia en grandes grupos, y en este sentido su forma de vivir me pareció que era como la de los gitanos, sólo que mejor vestidos y más educados. Iban cargados con neveras portátiles donde llevaban el avituallamiento, y muchos con maletas. Se tiraban un día entero y luego se marchaban como si nadie hubiera pasado por allí.
Recuerdo que en una de esas ocasiones había cogido yo el autobús con mis hijos, que eran muy pequeños, para ir al centro. Era fin de semana, y mientras viajaba con toda aquella multitud tan extravagante, en un momento dado uno de ellos, un señor mayor, me dejó el asiento, viéndome con niños, mientras se ponía a hablar con los que estaban cerca y me hacían partícipe de su conversación con una amabilidad excesiva, exagerada tratándose de alguien a quien no conocían. Aunque me pareció que aquel comportamiento seguía unos patrones de conducta en absoluto naturales, me sentí acompañada y acogida, tan sola como me encontraba siempre con mis hijos a cuestas. Por un instante se me pasó por la cabeza la idea de que quizá no fuera tan malo pertenecer a esa organización, resultaba reconfortante, pero enseguida me dí cuenta del agobio que supondría para mí seguir unas normas estrictas (algo que he aborrecido toda mi vida) y aceptar algunos preceptos que alterarían mis creencias cristianas.
Estas sectas suelen aprovechar la necesidad de las personas para hacerse con sus posesiones y con sus vidas. Así le ocurrió a una tía mía muy mayor que vivía sola, por poco la dejan en la ruina. Son como parásitos. Es siniestro y detestable.
Supongo que todos, de una u otra forma, pertenecemos a un grupo, ya sea social, religioso, político o deportivo, la tendencia natural del ser humano es a asociarse. El catolicismo también tiene sus propias reglas y mandamientos muy estrictos, pero al contrario que en una secta, uno se siente libre de seguir o no determinados preceptos, aunque se tenga siempre la sensación de estar haciendo algo malo cuando no se cumplen. Es inevitable, las creencias están arraigadas en lo más profundo de nuestra mente y nuestro corazón desde la niñez, condicionan nuestra conducta y nuestras emociones.
Guardémonos de todas esas asociaciones con exigencias irracionales y pesadas obligaciones, aunque la contraprestación que tengan pueda parecer atractiva. A la larga nada bueno llevan consigo.

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