No hay nada como ir a un sitio fashion para que la dejen a una divina de la muerte, y el bolsillo tiritando, claro. Y nada mejor para ello que pasarse por una de las peluquerías Llongueras, experiencia que no sé aún cómo calificar por lo desconcertante.
La peluquería a la que fui es la que está en el barrio de Salamanca, con lo que podemos imaginarnos el público que allí había (el que más o menos me esperaba). Señoras maduras acompañadas por hijas que eran clones de ellas con unos cuantos años menos, con un look inconfundible.
Los empleados-as, que ya las conocían, les preguntaban aparentando mucho interés por los pequeños detalles de su cotidianeidad. Las clientas, en el tono afectado tan característico de esa clase social, el gesto un poco displicente y una indiferencia y despreocupación por las cosas mundanas que ellas procuran que se note lo más posible (tiene que ser muy agotador hacer una relación de tantas pequeñas trivialidades), contaban lo que les parecía a ellas más o menos interesante, salpicando la conversación de cargos directivos y dinero: que si conocían al director de Lancome, a la directora de Shiseido, que si mi hija se ha vuelto loca porque se ha cansado del master de 8000 € que está haciendo y lo va a abandonar, etc.
Ni siquiera la familia real habla así. La grandeza y la clase de las personas encumbradas e importantes socialmente por nacencia o por méritos propios ha radicado siempre en la sencillez, en la naturalidad, en no hacer ostentación de ciertas cosas que todos saben que están ahí (las influencias, la posición, el patrimonio), pero que precisamente por ser tan evidentes no hay ni por qué mencionarlas.
Encontraría mucho más normal presumir de tener un premio Nobel o de trabajar en la NASA, por ejemplo, si es que es lícito en realidad vanagloriarse de algo. Esas sí son cosas destacables, importantes, dignas de mención, y no lo que decían esas señoras.
La pijería en general, como pasa en cualquier otro grupo social, tiene sus propias señas de identidad: la ropa, el peinado, la forma de hablar, y como hace el resto de tribus urbanas, jamás se mezclan con el resto.
De vez en cuando se las ve haciendo obras de beneficencia, pero no porque les interese el bienestar de la Humanidad sino por ponerse otra medalla más en su currículum vitae personal tan particular que tienen. Si nadie se enterase de la buena obra que han hecho, ya no tendría gracia. Qué haría un actor o actriz sin público que les aplaudiera.
Todas hacen el mismo tipo de cosas, todas se comportan de la misma manera, y cuidado con salirse del corsé social previamente establecido.
La peluquería cobraba el sello de la casa, el nombre del famoso peluquero que inició el floreciente negocio hace muchos años, pero no tenía ninguna otra cosa especial. Ni siquiera había una decoración moderna y cool como la que tenía a donde iba antes, que disponía también de sillones de masaje cuando te lavaban la cabeza y solían ofrecerte café con un bombón. Eso sí que es chic.
El que te lavaba aquí, eso sí, preguntaba si la presión de los dedos era la adecuada para ti y te ofrecía una caja de kleenex por si querías secarte los oídos cuando terminaba. Pero yo miraba los lavaderos, llenos de restos de tintes y pelos largos y más negros que una noche sin luna, y me daba mucha aprensión.
Las empleadas estaban tan explotadas como en cualquier otra peluquería. Yo imaginaba que ir a un Llongueras suponía glamour por todos sitios, que las que te atendían serían las primeras en ir impecables. La que estuvo conmigo, que era encantadora, llevaba el pelo sin embargo bastante mal.
Cuando me iba me dieron un folleto que me puso al día de las últimas tendencias de cuidado y belleza corporal: pedicura con aguas marinas y tierras volcánicas; tratamiento facial a base de caviar (lo del chocolate y el café parece que ha pasado a la historia, son más vulgares), o con cristales de corindón (sirven para exfoliar dermoabrasando), o a base de bambú (posee savias hidratantes); fangoterapia (así están los cerditos de guapos); tinte, permanente y extensiones, todo para pestañas (¿?); terapia ayurvédica con pindas (que es lo mismo que decir masaje hindú aromático, con aplicación de calor, hierbas y aceites, que se da con unos envoltorios de algodón rellenos de sustancias vegetales); ritual hot stones (que te abrasen un poco poniendo piedras calientes a lo largo de tu columna vertebral es de lo más in, y si encima lo dicen en inglés para qué te quiero contar), entre otras muchas cosas.
Si me atendiera Llongueras en persona, seguramente me pondría nerviosa por la forma tan peculiar de hablar que tiene, pero a lo mejor sí sabría lo que es dar un toque de distinción. O eso creo.
La peluquería a la que fui es la que está en el barrio de Salamanca, con lo que podemos imaginarnos el público que allí había (el que más o menos me esperaba). Señoras maduras acompañadas por hijas que eran clones de ellas con unos cuantos años menos, con un look inconfundible.
Los empleados-as, que ya las conocían, les preguntaban aparentando mucho interés por los pequeños detalles de su cotidianeidad. Las clientas, en el tono afectado tan característico de esa clase social, el gesto un poco displicente y una indiferencia y despreocupación por las cosas mundanas que ellas procuran que se note lo más posible (tiene que ser muy agotador hacer una relación de tantas pequeñas trivialidades), contaban lo que les parecía a ellas más o menos interesante, salpicando la conversación de cargos directivos y dinero: que si conocían al director de Lancome, a la directora de Shiseido, que si mi hija se ha vuelto loca porque se ha cansado del master de 8000 € que está haciendo y lo va a abandonar, etc.
Ni siquiera la familia real habla así. La grandeza y la clase de las personas encumbradas e importantes socialmente por nacencia o por méritos propios ha radicado siempre en la sencillez, en la naturalidad, en no hacer ostentación de ciertas cosas que todos saben que están ahí (las influencias, la posición, el patrimonio), pero que precisamente por ser tan evidentes no hay ni por qué mencionarlas.
Encontraría mucho más normal presumir de tener un premio Nobel o de trabajar en la NASA, por ejemplo, si es que es lícito en realidad vanagloriarse de algo. Esas sí son cosas destacables, importantes, dignas de mención, y no lo que decían esas señoras.
La pijería en general, como pasa en cualquier otro grupo social, tiene sus propias señas de identidad: la ropa, el peinado, la forma de hablar, y como hace el resto de tribus urbanas, jamás se mezclan con el resto.
De vez en cuando se las ve haciendo obras de beneficencia, pero no porque les interese el bienestar de la Humanidad sino por ponerse otra medalla más en su currículum vitae personal tan particular que tienen. Si nadie se enterase de la buena obra que han hecho, ya no tendría gracia. Qué haría un actor o actriz sin público que les aplaudiera.
Todas hacen el mismo tipo de cosas, todas se comportan de la misma manera, y cuidado con salirse del corsé social previamente establecido.
La peluquería cobraba el sello de la casa, el nombre del famoso peluquero que inició el floreciente negocio hace muchos años, pero no tenía ninguna otra cosa especial. Ni siquiera había una decoración moderna y cool como la que tenía a donde iba antes, que disponía también de sillones de masaje cuando te lavaban la cabeza y solían ofrecerte café con un bombón. Eso sí que es chic.
El que te lavaba aquí, eso sí, preguntaba si la presión de los dedos era la adecuada para ti y te ofrecía una caja de kleenex por si querías secarte los oídos cuando terminaba. Pero yo miraba los lavaderos, llenos de restos de tintes y pelos largos y más negros que una noche sin luna, y me daba mucha aprensión.
Las empleadas estaban tan explotadas como en cualquier otra peluquería. Yo imaginaba que ir a un Llongueras suponía glamour por todos sitios, que las que te atendían serían las primeras en ir impecables. La que estuvo conmigo, que era encantadora, llevaba el pelo sin embargo bastante mal.
Cuando me iba me dieron un folleto que me puso al día de las últimas tendencias de cuidado y belleza corporal: pedicura con aguas marinas y tierras volcánicas; tratamiento facial a base de caviar (lo del chocolate y el café parece que ha pasado a la historia, son más vulgares), o con cristales de corindón (sirven para exfoliar dermoabrasando), o a base de bambú (posee savias hidratantes); fangoterapia (así están los cerditos de guapos); tinte, permanente y extensiones, todo para pestañas (¿?); terapia ayurvédica con pindas (que es lo mismo que decir masaje hindú aromático, con aplicación de calor, hierbas y aceites, que se da con unos envoltorios de algodón rellenos de sustancias vegetales); ritual hot stones (que te abrasen un poco poniendo piedras calientes a lo largo de tu columna vertebral es de lo más in, y si encima lo dicen en inglés para qué te quiero contar), entre otras muchas cosas.
Si me atendiera Llongueras en persona, seguramente me pondría nerviosa por la forma tan peculiar de hablar que tiene, pero a lo mejor sí sabría lo que es dar un toque de distinción. O eso creo.
2 comentarios:
¡Excelente actualización, el texto me ha encantado! Supongo que en gran medida se debe a que pienso igual que tú y a que también yo soy de los que no pueden esconder una sonrisa a medio camino entre la gracia y la lástima cuando oyen a una de estas personas comentar lo bien que les funciona el coche de 50.000€ que han comprado recientemente.
Mira, casualmente antes de ayer estuve en el Club Náutico de Regatas de Alicante porque se celebró allí un eventillo referente a una serie de televisión. Fui con cuatro amigos y, tras ver el capítulo de la nueva temporada rodeado de abuelas enganchadas a la serie, nos invitaron a una cena donde estaban los actores, con los que podías hacerte fotos y hablar con ellos (son todos de por aquí cerca, así que les suele resultar gracioso que llegue alguien de su mismo pueblo a hablarle como si le conociera de toda la vida).
Cuando la gente de a pie se dispersó, quedaron tan solo los miembros del club náutico, y prometo que oí conversaciones tan surrealistas que pensaba que eran fruto de algunos amigos aburridos con ganas de hacerse pasar por millonarios y echarse unas risas. Si hubieras oído los comentarios de un chaval que hablaba de su velero y de que tenía el yate en el Caribe para después soltar que tenía 21 años...
Supongo que con gente como esa no se podría hablar nunca de los grandes temas de la Humanidad, pero qué se le va a hacer, tiene que haber de todo en la viña del Señor, aunque sea insustancial. Un abrazo Nando
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