miércoles, 20 de octubre de 2010

Londres (II)

El tercer día fue el más intenso de todos los que estuvimos allí. Atravesando el Green Park, precioso, no tardamos en llegar al palacio de Buckingham. No tenía idea de que estuviera tan cerca de la ciudad. Queríamos ver el cambio de guardia, y aguardamos impacientes tras las verjas en medio de una muchedumbre de turistas de todas las nacionalidades imaginables. Pero al cabo de un rato uno de los tres policías que estaba junto al edificio empezó a reirse mirando hacia los expectantes turistas. Era negro, y su blanca y burlona sonrisa refulgía desde lejos e hirió mi sensibilidad. Los otros dos eran los típicos británicos adustos, inmutables. Al final uno de ellos se acercó para decirnos que el cambio de guardia se había cancelado. Una señora dijo que había una maratón y no podía llegar. Le comenté a mi hijo que, según había podido leer en la guía que sobre Londres me había traído, esta particular atracción turística tiene lugar todos los días excepto algunos sábados, y yo añadí que además cuando venimos nosotros.

Mi hija se sintió un poco decepcionada por el palacio de Buckingham, porque le pareció que había edificios muchos más suntuosos y espectaculares en la ciudad, y aquel era poca cosa para ser la residencia de una reina, y la verdad es que compartí su opinión.

Saliendo del Green Park a continuación estaba el St. James Park, que es absolutamente maravilloso. Extensiones de césped rodeando un lago enorme lleno de aves de todas clases: patos, ocas, cisnes y hasta pelícanos. En una zona muy verde había tumbonas que se alquilaban para tomar el sol. Las ardillas se acercaban a la gente que les ofrecía algo de comer. Era un lugar apacible y armonioso, muy bello.
A la salida unos soldados montaban guardia a la manera como los ingleses suelen hacerlo, con paso rígido y portando un arma al hombro. Algunos permanecían inmóviles a los lados montados a caballo y la gente se hacía fotos con ellos que, imperturbables, soportaban estoicamente el asedio turístico. Todos lucían uniformes rojos con adornos dorados muy espectaculares, y cascos con penachos.

Cruzamos el Támesis a través del Golden Jubilee, que es un puente en el que por un lado transita la gente y por el otro pasa el tren. Le compramos un pequeño cuadro con una imagen de Londres a un vendedor que exponía allí sus obras. Desde allí había unas vistas increíbles, con el Big Ben a un lado y el London Eye al otro. Después de pasar una zona junto al río llena de estatutas vivientes y espectáculos musicales diversos, embarcamos en uno de los ferrys, e hicimos un pequeño recorrido por las turbias y turbulentas aguas del Támesis, cuyo nivel roza los límites de seguridad por lo alto que está. Recordé otro paseo parecido en los bateaux del Sena, pero aquel fue más bonito e interesante.

Al volver al puente, vimos la actuación de unos músicos que, con sus trompetas y una percusión hecha con un gran bidón de plástico vacío, tocaban una música parecida a la que se escuchaba en Chicago en los años 30-40. Una pareja salió a bailar aquel ritmo tan trepidante, a la que siguió una fila de niños vestidos con un uniforme verde con pañuelo al cuello que parecían de un campamento. Su monitor encabezó por un rato la danza frenética de los niños que, cogidos por la cintura unos detrás de otros, no paraban de bailar. Era como si no pudieran contenerse, como si una fuerza superior les arrastrara a seguir aquella música.

Volvimos al St. James Park para comer en la terraza al aire libre de un buffet que había cerca del lago. Por la tarde fuimos al Imperial War Museum, el único museo que visité porque a los niños no les interesan mucho en general, pero éste sabía que le gustaría a Miguel Ángel, tan interesado en los temas bélicos. Y la verdad es que nos impresionó a todos. En la planta baja, junto a unos cuantos tanques de variadas procedencias, con un lateral de cristal para que pudiéramos ver cómo eran por dentro, había lo que yo creí un cohete puesto de pie y que alcanzaba varios pisos. Mi hijo me dijo que era una bomba. Imaginé el daño que podía hacer una cosa de semejante tamaño. En los pisos de arriba había aviones de las dos guerras mundiales, y en uno de ellos te podías meter. Se oía una voz que simulaba la forma como se escuchaba por la radio las comunicaciones dentro del aparato. La verdad es que los pilotos volaban en unas condiciones penosas. Había aviones enormes que colgaban del techo del museo. Me recordó un poco al Smithsonian.

También había maquetas de barcos de guerra y una recreación del interior de un submarino, en la que se podía ver dónde dormían y los aparatos que manejaban, telescopio incluido.

El último piso estaba dedicado al holocausto, y Ana estuvo muy interesada en el tema porque ahora lo está estudiando. Yo pasé por allí con aprensión y dolor, lo más ligera que pude.

Por la noche recalamos en Picadilly Circus, todo luces de neón de colores y tiendas por doquier. Unos chicos hacían break dance junto a una fuente, rodeados por una gran concurrencia. Cuando se marchaban llegaban otros. Los comercios eran muy variopintos. Miguel Ángel se compró, entre otras cosas, unas delicias turcas, que incluso para nuestro paladar aficionado al dulce, resultaron muy empalagosas. Había una calle llena de teatros con los últimos espectáculos: Thriller, Los Miserables y unos cuantos más. No en vano Inglaterra es la cuna de la interpretación. Entramos en una tienda de peluches que estaba llena de árboles. La vegetación crecía a lo largo del techo, y era como la reproducción de una selva. En uno de los escaparates se podía ver un cocodrilo mecánico enorme, metido en una especie de estanque, que abría sus fauces varias veces emitiendo terribles sonidos cada vez que alguien le echaba monedas. Nos acercamos también al Soho, lleno de farolillos rojos y restaurantes chinos. Es muy bonito, muy luminoso, está lleno de vida.


  El último día fuimos a 
Portobello Road porque los niños tenían la ilusión de comprobar si es como aparecía en la película Mary Poppins, que tantas veces han visto desde que eran pequeños. Pero en nada se parecía: no vimos los puestos callejeros por todas partes, las calles llenas de gente, las fuentes de chocolate caliente manando ni el famoso fish and chips que comimos mientras estuvimos en Londres (lo hacen muy bueno), pero no allí. Era una calle muy larga con tiendas y algunos puestos en la calle, también de frutas y verduras, parecido al rastro de aquí. Ana se compró unas botas aterciopeladas en negro tipo mosquetero que le quedan muy bien, y Miguel Ángel unas deportivas. Me llamaron la atención algunas tiendas: una que era sólo de tiradores de puertas de todas clases, los de porcelana blanca decorada con flores eran especialmente bonitos. También una tienda de ropa, que debe ser de una cadena que existe allí, con el currioso nombre de All Saints, en cuyas paredes y escaparates se podían ver estantes metálicos llenos de máquinas de coser antiguas. Había cientos. Otra tienda era de porcelanas. Los juegos de café típicamente ingleses, decorados con flores fueron una tentación para mí, pero mi hija me dijo que a dónde iba con eso. Ya cuando terminábamos la calle, de regreso, encontré el capricho que yo me iba a llevar de recuerdo del viaje en forma de un pequeño peluche que reproducía un personaje que me encanta de los cuentos de Beatrix Potter, que descubrí el año pasado, la oca Carlota, que allí llaman Jemima. Estaba en una mesa puesta en la calle junto a la tienda, y un señor grueso con barba blanca, que bien podría haber sido un perfecto Santa Claus, nos explicó en un perfecto y melodioso inglés su historia y la de otros personajes de la misma escritora que tenía por allí. Ana me hizo notar cuando nos fuimos la voz tan cálida y tan bonita que tenía aquel hombre, como si fuera el narrador de una película que nos estuviera contando un cuento.

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