jueves, 21 de octubre de 2010

Londres (III)

El regreso fue una odisea porque, por un exceso de confianza mío, perdimos el avión y tardamos mucho en poder coger otro. Además en el aeropuerto eran muy estrictos y me tiraron cosas que llevaba en una bolsa a parte: champú, gel, suavizante, crema, la gomina de mi hijo… La verdad es que le he cogido manía a estos sitios, pero no queda más remedio que pasar por ellos si se quiere viajar rápido, cuando todo sale bien, claro.

Londres me ha parecido un sitio curioso y acogedor, un lugar en el que no me sería difícil verme viviendo. La gente es amable, y te hace bromas aunque no te conozca, como cuando el dueño de un puesto de perritos les hizo bromas a mis hijos con guiños en los ojos y a mí me dijo a mí cuando iba a darle el dinero algo así como que qué pasaba conmigo, que había que pagar antes. Luego están los estirados, que en Inglaterra son proverbiales, como un empleado del metro al que le pregunté por una dirección y me contestó de forma muy secamente. Es una manera de ser.

Prescindí de la London Pass, porque es útil si vas a muchos museos y sitios culturales, pero viajando con mis hijos es poco probable que frecuente esos lugares.

Ir en metro tiene también su miga. Puedes sacar un billete para un día entero o para una semana, no hay término medio. Además tienen en cuenta la edad de los pasajeros, con lo que me ahorré un dinero. Las estaciones son antiguas, muchas carecen de escaleras mecánicas y se accede a los andenes con ascensores. Los bordes de los peldaños de las escaleras están cubiertos de una placa metálica para evitar deslizamientos. Los vagones aparecen por la derecha o por la izquierda según la línea que cojas y la dirección en la que vayas. Cuando se están abriendo las puertas una voz por megafonía repite incansablemente la misma frase que está escrita en el suelo, en el borde del andén, que tengamos cuidado con las puertas. Éstas se abren tanto de un lado como del otro del vagón dependiendo de la estación, cambian constantemente. Los asientos son de tela acolchados, muy confortables. La mezcla de razas se aprecia mucho más en estos espacios reducidos, aunque todo el mundo convive civilizadamente. Dentro de los vagones hay anuncios de cosas que aquí no es frecuente ver, como la inseminación artificial o el cuidado de niños con síndrome de Down.

Vi muchos matrimonios treinteañeros con un hijo o dos como mucho, en los que era el padre el que se encargaba del niño para casi todo menos para la alimentación. En el metro vi en dos ocasiones cómo era él el que lo sacaba de la silla y se lo daba a la madre para que le diera el biberón o el pecho. Vi una armonía y un respeto que no suelo encontrar fácilmente aquí. Las parejas encuentran tiempo para estar juntas y muy bien, da gusto.

Los ingleses son atrevidos cruzando la calle, por no decir temerarios, no suelen respetar los semaforos. En el suelo, al pie de las aceras, sobre el asfalto, esta escrito si hay que mirar a la derecha o a la izquierda cuando se va a cruzar. 

Las calles estaban muy limpias y eso que casi no había papeleras. Tampoco se veían apenas paseando perros, ni hay mendicidad ni nadie importunandote a cada paso para intentar venderte algo o para darte propaganda. Miguel Ángel se fijó en dos cosas a poco de llegar allí: que casi todo tenía la palabra “real” delante, hasta en las cabinas de teléfono había una corona dorada pegada en la parte de arriba (la monarquía tiene mucha importancia), y que no había niños solos por las calles, lo cual no creo que sea por un tema de seguridad sino más bien una signo de civilización. Vimos muchos niños en grupo con uniformes de todos los colores posibles, según el colegio, algunos con gorrito, los chicos con una corbatita a rayas.

Me encantaron las casas de dos plantas con su salida de servicio en la parte baja, muy del siglo XIX. En algunas ví placas en las que se decía que alguien famoso había vivido allí, como en Portobello, en una de cuyas casas había residido Aldous Huxley, y otra cerca del Imperial War Museum, en la que había vivido uno de los componentes del Bounty. También me fascina el estilo victoriano de las fachadas de los edificios más grandes.

En las tiendas de souvenirs había postales con la imagen de la reina y de Lady Di, era como si el resto de la familia real no existiera.

No me atreví a montar en ninguno de los famosos autobuses de dos pisos porque había que sacar el ticket en una máquina en la calle y pensé que no iba a saber hacerlo bien.

Mi ignorancia alcanzó extremos descabellados cuando me di cuenta en el hotel que los enchufes ingleses en nada tienen que ver con los del resto de Europa, por lo que no pudimos usar cosas tan corrientes como el secador, la plancha del pelo de mi hija o los cargadores de los móviles. Por cierto, que en el cajon de la mesilla de noche del hotel habia una Biblia. A lo mejor alli es costumbre, me parecio curioso.

Allí no se viste demasiado bien, nos acordamos de la elegancia y el estilo de la moda parisina, pero son ciudades muy diferentes y no se pueden comparar. De lo que sí me quejo es de que no tienen leche caliente para los desayunos, es siempre fría.

Mis hijos se mostraron dispares a la hora de dar su opinión sobre las dos ciudades del extranjero que conocen. A Miguel Ángel le gustó más París, la encuentra más elegante, más parecida a nosotros. También tiene más cosas culturales que ver. A Ana le gustó más Londres, la gente, el ambiente. Yo debo decir que París me dejó en el alma una sensación melancólica y sentimental, tiene algo muy especial, no sé si fue porque era el primer viaje que hacía con los niños fuera de España. Londres tiene muchos tesoros que ver, y sé que es un sitio en el que se puede disfrutar aún mucho más.

Es muy difícil conocer bien un lugar en tan sólo unos pocos días, pero fue una toma de contacto muy interesante que jamás voy a olvidar.

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