Hacía tiempo que quería conocer Londres, y pensé que este puente del Pilar era el momento adecuado para hacerlo.
Desde el primer momento todo fue un aprendizaje. Para empezar coger un taxi a la salida del aeropuerto requería pasar antes por un mostrador donde según el recorrido que fueras a hacer te daban un ticket que tenías que pagar en destino. Ellos tienen su propia línea de taxis, y el taxista que nos tocó resultó ser el típico británico maduro, con su bigotito y poco pelo, la piel muy blanca sonrosada en los mofletes, que hablaba en un inglés muy fino, con una educación exquisita. Qué gusto oir una dicción tan perfecta, acostumbrados como estamos a la pronunciación americana, mucho más vulgar. Como yo vivo de las rentas, porque no he estudiado el idioma desde que estaba en el instituto, le entendía parte de lo que decía, sobre todo por lo deprisa que hablaba, pero fue mi hijo quien, al igual que pasó en París con el francés, comprendió todo lo que nos decía. En días posteriores fue también una gran ayuda cuando me tenía que entender con alguien. Me encanta saber que se le dan tan bien los idiomas.
Tras cruzar carreteras comarcales ladeadas por frondoso boscaje, una zona de chalets construidos a la manera tan deliciosa como los ingleses construyen, y luego una autopista que cruzaba por campos de un color tan verde como nunca antes había visto, llegamos a la ciudad. Y fue como entrar en un mundo muchas veces visto en la televisión, pero nunca antes experimentado: las tiendas tan coquetas y pequeñas, algunas iglesias de confesiones religiosas que aquí no se ven, las casas de pocas alturas, los famosos autobuses rojos de dos pisos y las cabinas de teléfono rojas y negras, que yo creo que ya casi nadie usa, aunque quedan para disfrute turístico, los taxis negros de diseño antiguo como aquel en el que íbamos…
Esa mañana antes de comer estuvimos por los alrededores del hotel. En un kiosco cambié por 1ª vez uno de mis flamantes billetes sin estrenar, preciosos como cromos. A cambio me dieron un montón de monedas diferentes a las que me costó un tiempo acostumbrarme. Los ingleses son tan suyos para sus cosas que no sólo circulan por distinto carril que la mayoría del resto del mundo, por no decir de dónde tienen el volante sus vehículos, sino que también quisieron que su moneda fuera la misma de toda la vida, sin querer equipararse a la del resto de Europa.
Estuvimos en un parque del tamaño de una gran manzana de casas, que fue el anticipo maravilloso de los demás parques que tuvimos ocasión de ver, con árboles inmensos y extensiones de césped bien cuidadas. El clima tan húmedo que hay allí lo propicia. Sentados en un banco, nos familiarizamos con las monedas recién adquiridas, 6 ó 7 diferentes, nos hicimos las primeras fotos y tracé un pequeño planning sobre los sitios que podríamos visitar después de comer. Luego nos acercamos a unas tiendas de souvenirs, regentadas todas por hindúes, al igual que las tiendas de comida. Ellos son el equivalente a los chinos aquí, aunque su integración en la sociedad inglesa data de hace décadas, cuando la Gran Bretaña tenía en la India sus colonias.
Y así fuimos a parar, después de tomarnos un buen respiro en el hotel (los madrugones nos matan), junto al Big Ben, del que me quedé absolutamente prendada. Ni siquiera las fotos que he visto ni en las películas en las que ha salido dan una idea de su belleza. Hay algo dorado en ella, con esa elegancia tan personal que ponen los británicos en sus obras arquitectónicas, que hace que no se pueda dejar de contemplar desde todos los ángulos posibles. En frente uno de los pubs, de los que en Londres hay unos cuantos con el nombre de St. James Tavern, de estilo clásico con muchas lámparas de cristal y forjados de hierro, absolutamente maravillosos.
En sus inmediaciones las Houses of Parliament, el Parlamento, un edificio que va a dar al Támesis y que es inmenso y precioso. También cerca la abadía de Westminster, donde se han coronado todos los reyes ingleses, que a esas horas de la tarde estaba cerrada.
Cruzando el puente se llega al County Hall, un edificio precioso que es centro de negocios y ocio, y al London Eye, noria panorámica que gira sin parar (hay que montarse en marcha), cuyo movimiento en más acusado en la parte de abajo y en la de arriba, pero que en los laterales es apenas perceptible. Antes de entrar unos vigilantes asiáticos pasaban unos detectores por el cuerpo de la gente. Cuando llegó a mí uno de ellos me preguntó: “¿Italian?”, a lo que yo respondí: “No, española”. Se sonrió y dijo socarronamente: “Españoles, no cuchillo, no cerveza”. Mi hijo se estuvo riendo un buen rato con la ocurrencia, y todavía hoy si le repito lo que dijo aquel hombre le vuelve a dar la risa. Desde las grandes cabinas acristaladas de la noria contemplamos cómo caía la tarde sobre Londres y cómo los edificios se iban iluminando. Era una vista magnífica.
Cenamos en un buffet oriental que había cerca, y en el que comí los rollitos de primavera más deliciosos de mi vida. De regreso, atravesando de nuevo el puente, compramos en un puesto ambulante a un señor un poco excéntrico que no paraba de decir tacos en inglés porque estaba enfadado por algo que le acababan de decir, un Big Ben de cristal y varias cabinas telefónicas rojas para regalar a la familia.
El 2º día visitamos la Torre de Londres, donde vivieron los reyes durante siglos, que es una posición fortificada llena de edificios almenados y zonas de césped. Con unos audioguías nos iban explicando la historia de Gran Bretaña en los últimos siglos. Vimos las joyas de la Corona, todas fastuosas e increíbles, una galería de armaduras y armas antiguas, y una torre donde torturaban y mataban a los reyes, aunque no había instrumentos que lo atestiguasen, a pesar del gran interés que mis hijos tenían en verlos. La visita fue larga y un poco agotadora.
Caminamos después junto a él y vimos puestos de ostras y champán. Cruzamos por un puente precioso, blanco y azul, el Tower Bridge, para ver un buque de guerra atracado en la otra orilla que es un museo bélico. En el puente había otros puestos en los que se garapiñaban almendras.
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