martes, 17 de mayo de 2011

Enseñanza (I)


Mientras los estudiantes coreanos y finlandeses arrasan en las rpeubas del PISA (siglas en inglés del Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos, promovido por la OCDE), los españoles apenas llegan a un aprobado raspado y están por debajo de la media de los 65 países de dicha Organización. ¿Qué nos pasa?. Cada vez más especialistas, y no sólo en España, reclaman la vuelta a la reválida, la eliminación de la promoción automática y otras “lindezas” de nuestro actual sistema educativo.

Los resultados no han sido tan malos como los obtenidos hace tres años, pero tampoco tenemos de qué presumir. Hay quien echa la culpa a los estudiantes: en Corea del Sur trabajan diez horas diarias. El gobierno de aquel país entendió hace unos años que sus alumnos debían alcanzar la excelencia, y tomó medidas. En España, los estudios no son algo que produzca stress, entre pitos y “Tuentis”, aunque el paro juvenil supere el 41%.

Otros cargan la tinta en los profesores. Sólo hay que mirar a Finlandia, en la que las pruebas para ser maestro son durísimas. Es una de las profesiones con más prestigio y sueldo, y se les tiene un respeto reverencial.

En nuestro país, una encuesta realizada entre los docentes señala que el 70% de éstos cree que la educación ha empeorado en los últimos 30 años y más de la mitad reclama volver a la EGB, hoy añorada, aunque en su momento fue denostada como lo es ahora la ESO.

Con el actual sistema repite un 36% del alumnado, y sacan el título sin la preparación debida. Un chico que acababa la EGB a los 14 años sabía más que uno que acaba hoy la ESO a los 16. “En muchas facultades de Física y Matemáticas se ha implantado un “curso cero” con el fin de explicar nociones elementales para que empiecen la carrera con un nivel mínimo”, argumenta Ricardo Moreno, profesor de Matemáticas en la Complutense y autor de un manifiesto que reivindica la implantación de un examen global al final de la ESO y otro al acabar el bachillerato. En resumen, la resurrección de la temida reválida, una prueba vinculante en la que el alumno, después de aprobar en su centro escolar, debía demostrar ante un tribunal externo sus conocimientos. Hay profesores que reclaman incluso una prueba al final de primaria, que habría que superar para acceder a los estudios secundarios, algo que se está debatiendo hacer en Francia.

El proceso sufrido en España ha sido más o menos así:

1953-1970.- Se aprendía a sumar con ábaco, ese artefacto de madera con bolitas que se utiliza todavía en las escuelas asiáticas, precisamente las que han arrasado en el PISA. Su uso requiere gimnasia mental y destreza manual. La falta de medios se suplía con imaginación. En 1953 se promulgó una ley que supuso un avance al impulsar los conocimientos técnicos sin descuidar las humanidades. El que los manuales rezumasen ideología (formación del espíritu nacional), y que se permitiera el castigo físico eran algunas de las objeciones que se podían hacer al sistema educativo de aquel entonces.

Las niñas estudiaban iniciación al hogar y economía doméstica. Se daba mucho valor a la presentación de los cuadernos escolares. Se penalizaban las faltas de ortografía y se premiaba la caligrafía primorosa, una habilidad que ha sido recuperada en EE.UU., donde hoy se exige un ensayo manuscrito para entrar en muchas universidades, pues se considera que una letra clara es un indicio de buenas aptitudes para el razonamiento lógico.

Era un sistema inflexible y elitista. La enseñanza obligatoria llegaba hasta los 12 años, pero a los 10 había que pasar un examen nacional. Los que aprobaban accedían al bachillerato elemental, y los que no seguían en primaria un par de años y luego a la calle. Según Agustín Escolano, catedrático de Historia de la Educación, “se producía una escisión que dividía a la infancia en dos carriles. El que tomaba el camino de la primaria ya no podía continuar sus estudios. Estaba condenado a ser fuerza de trabajo o a la exclusión”.

Los afortunados que accedían al bachillerato elemental no tenían un camino de rosas. Al término de cuatro cursos había que presentarse a una reválida, a los 14 años. Mi madre me ha hablado de aquello con horror. Las preguntas estaban mecanografiadas en una papeleta cuya visión causaba sudores fríos. La expresión “¡vaya papeleta!” se popularizó entonces. Y no es raro, pues la mitad suspendía. Los aprobados cursaban dos años de bachillerato superior, dividido en ciencias y letras, y se enfrentaban a una nueva reválida (a los 16), que dejaba en la cuneta al 43%. No era el último filtro, quedaba el examen de madurez (a los 17), después del curso preuniversitario. Y, por si fuera poco, algunas facultades tenían sus propias pruebas de acceso. Como dice Álvaro Marchesi, que fue secretario de Estado de Educación en los 90, “era un sistema para privilegiados, sólo el 10% de la población llegaba a la universidad”.

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