viernes, 19 de octubre de 2012

Una calle de la infancia (II)


Siguiendo un buen trecho hay un gran supermercado que en tiempos se llamaba Arevalillo, a donde íbamos mucho a comprar, y del que recuerdo especialmente unas enormes latas de atún en aceite, tipo familiar, de las que dábamos buena cuenta. Lo reformaron hace tiempo y ahora tiene otro nombre, pero ya no es lo mismo.

Un poco más arriba una pequeña tienda de muebles en la que unos amigos que tenía cuando estaba casada compraron parte del mobiliario de su casa. Tenía mucho gusto. Yo compré una mesita con ruedas para una televisión pequeña. Ya ha desaparecido.

Después había otra tienda de ropa de niños, no muy espaciosa, donde compré muchas cosas para mis hijos cuando eran muy pequeños. Mi madre y la dueña, que era muy locuaz, solían mantener largas conversaciones mientras nos atendía. Este comercio tampoco existe ya.

En frente de nuevo unos salones de ceremonias muy ostentosos y horteras que hace tiempo cerraron, una farmacia muy fashion, y una corsetería que tenía unos sujetadores de copas muy grandes y tiesas en el escaparate, que ya no existe.

Y continuando se abrían unas calles que iban a parar a un gran complejo de viviendas que construyeron hace años para realojar gitanos, con una pinta estupenda, y que según las lenguas de triple filo están destrozadas por dentro porque esta gente no está acostumbrada a vivir en lugares que no sean chabolas, y arrancan azulejos, grifos, picaportes, de todo. Siempre me pareció injusto ese trato de favor sólo por ser de esa etnia, somos muchos los que no tenemos el poder adquisitivo suficiente para poder vivir en casas así. Desfavorecidos al final somos los demás.

Después hay una gran tienda de informática que hasta hace poco era un bingo, y antes fue un cine, el Salaberry, en el que vi muchas películas de niña. Recuerdo el horroroso olor del ambientador que solían poner en estos sitios en aquella época. También que mis padres llevaban merienda, despliegue de tarteras y queso manchego, aunque las palmeras de chocolate eran mis preferidas. Había que aprovechar la sesión contínua.
Siguiendo la cuesta se encontraba una pequeña tienda de reparación de relojes que tenía en el escaparate una especie de pato que sacaba y metía su largo pico de un tubo de cristal lleno de agua, en un movimiento repetitivo que obedecía a alguna ley física que desconozco. También tenía un juguete metálico y mecánico que representaba a un señor de cierta edad que se erguía y se inclinaba sobre una mesa a la que estaba sentado, llena de piezas sueltas de reloj, como si estuviera reparando algo. Llevaba un artilugio de aumento en un ojo, de los que se usan para ver mejor objetos pequeños. Me fascinaba ese escaparate, me habría pasado horas allí mirando.

Había otra tienda que vendía pelucas y tenía en el escaparate un artilugio mecánico, una cabeza sobre la que se levantaba y volvía a caer un peluquín. Causaba cierto repelús. Había un comercio parecido en la Gran Vía hasta hace poco.

Haciendo esquina una zapatería en la que comprábamos las zapatillas de estar en casa más cómodas que hemos usado nunca. En frente una tienda de Los Guerrilleros.

Y la estrella de la calle, un poco más arriba, era un bar de los de toda la vida, pintado de verde por fuera, cuyos dueños fueron con nosotros siempre muy cariñosos. Tenían una receta para las patatas bravas exquisita, como no las he probado en ningún otro lugar. Cuando les preguntamos cómo las hacía, como lógicamente es secreto del gourmet, tan sólo nos dijeron que mezclaban el tomate con un licor y lo dejaban macerar varios días. Las gambas a la gabardina eran también algo fuera de lo común, con un rebozado que se deshacía en la boca. Cualquier cosa que se pidiera era deliciosa. Siempre estaba lleno de gente.

En las inmediaciones del metro de Urgel recuerdo una tienda que reparaba paraguas, algo que no he visto en ninguna otra parte. Ahora en esa zona hay una lavandería, al estilo de las que llevan usando los americanos desde hace lustros. Están empezando a abrir por muchos sitios. En frente, un poco más arriba, una tienda de muebles haciendo esquina, en la que hace poco me he comprado mi nuevo dormitorio. A continuación había en un solar hasta hace unos años un montón de casas prefabricadas, que terminaron desapareciendo.

Hace años había muchos gitanos en toda la calle, cuyo lugar han venido a ocupar los sudamericanos. Casi todos los negocios de siempre han cerrado y otros han sido ocupados por tiendas de ropa de los chinos y fruterías regentadas por extranjeros. El paisaje ha cambiado enormemente, ya casi no lo reconozco, y siento una gran nostalgia por aquel tiempo perdido del que sólo quedan algunos sitios todavía funcionando, como pequeños reductos que se resisten a desaparecer, impermeables a los estragos del tiempo.

También es la añoranza de aquella parte de mi infancia en la que nos sentimos seguros, en familia, cuando tenemos quien nos cuide y no hay grandes responsabilidades que asumir. Y quizá por haber vuelto a esa época escribiendo este post es por lo que esta noche he soñado con que mi cuerpo se iba reduciendo y transformando hasta volver a ser pequeña.  

Añoro la calle que hubo, y la infancia perdida.

2 comentarios:

Alvaro P dijo...

Hola,ojala me pudieras ayudar. Mi abuela vive cerca de General Ricardos y siempre que la visitabamos ibamos a ese famoso bar donde hacian las patatas bravas mas buenas que he probado nunca, tambien hacian oreja de cerdo riquisima.
Yo no vivo en Madrid, pero mi padre me dijo que el edifico donde estaba el bar lo tiraron. Aun asi me conto que habian varios bares del mismo dueño por madrid y buscando e caido en tu blog.

Te acuerdas de como se llamaba el bar? Sabes si lo han puesto cerca de alli?

Me harias un gran favor. Tengo muy buenos recuerdos de ir a cenar alli.En unos dias voy a Madrid y me encantaria volver a probar esos platos.

Un saludo y Muchas gracias!!

Alvaro

pilarrubio dijo...

Lo consultaré con mi familia a ver si ellos se acuerdan.

Me encanta haber encontrado a alguien que comparta estos recuerdos. Un saludo Álvaro.

 
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