Cuántas veces Omayra ha aparecido ante mis ojos al hojear una revista o navegando en Internet. La última vez hace poco, mientras buscaba otra cosa. Me sorprendió la cantidad de años que hace que se fue, en noviembre hará 23, porque al haberla reencontrado tanto y al causarme tan honda impresión su tragedia cuando tuvo lugar, parece que nunca se hubiera ido del todo, que siempre ha estado ahí.
Omayra tenía 13 años cuando allá en Colombia el volcán Nevado del Ruiz entró en erupción, borrando casi por completo del mapa el pueblo en el que ella vivía.
Ni qué decir tiene de la facilidad con que cualquier desastre natural acaba con los bienes y la vida de las personas en ciertos lugares del mundo.
Omayra vivía modestamente, pero esta precariedad no le alcanzaba al alma.
El por qué ella y no otra persona acaparó los medios de comunicación durante aquel suceso, no se sabrá nunca, porque dramas no debieron faltar, pero el azar se ocupa de los hechos y las personas a capricho, y es por ésto que Omayra se convirtió de la noche a la mañana en noticia.
Atrapada durante tres días en el fango, con los restos de su casa bajo ella atenazándole las piernas, y sus familiares sepultados allí también. Pronto se vió que nada se podía hacer para salvar su vida: si se le amputaban las extremidades moriría desangrada y con infecciones por la falta de asepsia. Si se intentaba traer una moto-bomba para succionar el agua y el barro, que cada vez subían más de nivel, se tardaría muchísimo tiempo porque la máquina más cercana estaba a cientos de kilómetros.
Mientras una nube de rescatadores impotentes y de periodistas eran testigos de su desgracia, ella cantaba canciones populares y contaba chistes para forzar unas risas que ahuyentaran su miedo y el miedo que seguramente vió en los ojos de los que la observaban. Dijo muchas veces que tenía que salir de allí porque no quería perder sus clases, que aún había muchos examenes pendientes por hacer en el colegio.
Omayra no sabía o no quería saber que no tenía salvación, pero la foto que nos ha llegado de ella, y que dio la vuelta al mundo, nos muestra un ser pequeño y maravilloso, lleno de entereza y resignación, unos ojos enormes abiertos a una realidad devastadora, a la locura, al sin sentido.
Omayra niña, Omayra hija, Omayra hermana. Todos querríamos que alguien así formara parte de nuestras vidas, que fuera alguna de esas cosas para nosotros. Esa entereza, esa aceptación final y demoledora del destino tortuoso y oscuro, es un atributo del alma que pertenece sólo al ámbito de los adultos, y muchas veces ni siquiera eso. Omayra mujer.
Ya cuando el blanco de sus ojos se volvió marrón, cuando se empezó a hinchar su cara, cuando le pudo la gangrena y cayó en las tinieblas del delirio y la agonía, por qué no hubo una inyección que paliara su sufrimiento, mientras era el espectáculo involuntario de lo que es una muerte en directo, servida en primer plano por el cámara de turno para los telediarios a la hora de comer. Cómo se puede tomar esa imagen, cómo se puede hacer una foto así y seguir viviendo como si nada. Para lo que sí sirvió fue para denunciar al gobierno de aquel país por la desatención que tiene con las víctimas de las catástrofes naturales que allí suceden con relativa frecuencia.
El pueblo fue reconstruido tiempo después, y en el lugar donde ella estuvo se alzó una valla que cuenta su historia, porque aunque tuvieron lugar muchas desgracias aquellos días, le tocó a ella ser el símbolo de la abnegación, la humildad y el valor que todos deberíamos tener y muy pocos seríamos capaces si nos viéramos inmersos en una tragedia semejante.
Nunca se vió a una persona con tanta gente alrededor y al mismo tiempo tan sola. Siento rabia por la impotencia que supuso aquello para todos, el no poder hacer nada para remediarlo, parecía que era tan fácil liberarla de su prisión, sólo con alargar los manos hacia ella. Yo a veces he imaginado que la cojo en mis brazos y la consuelo, que aparto todos sus miedos y ahuyento todos los peligros que la pudieran acechar. Posiblemente como era así, sería ella la que me consolaría a mí. Su recuerdo permanece tan imborrable en la memoria de todos que parece que nunca se hubiera ido en realidad.
Se preguntaban en la prensa del momento que quién era aquel ángel que estaba metido en el fango. De qué cielo se había caído, me pregunto yo, y por qué ese infierno al que se tuvo que someter.
Ella representa el dolor, el sufrimiento de todos los niños que en el mundo han sido y serán, esa injusticia tan grande que es la enfermedad y la muerte en la infancia.
Omayra es la madurez temprana, tan propia de los pequeños que viven precariamente y se tienen que acostumbrar pronto a cosas por las que nuestra acomodada infancia nunca tendrá que pasar.
Omayra está con nosotros aún.
Omayra tenía 13 años cuando allá en Colombia el volcán Nevado del Ruiz entró en erupción, borrando casi por completo del mapa el pueblo en el que ella vivía.
Ni qué decir tiene de la facilidad con que cualquier desastre natural acaba con los bienes y la vida de las personas en ciertos lugares del mundo.
Omayra vivía modestamente, pero esta precariedad no le alcanzaba al alma.
El por qué ella y no otra persona acaparó los medios de comunicación durante aquel suceso, no se sabrá nunca, porque dramas no debieron faltar, pero el azar se ocupa de los hechos y las personas a capricho, y es por ésto que Omayra se convirtió de la noche a la mañana en noticia.
Atrapada durante tres días en el fango, con los restos de su casa bajo ella atenazándole las piernas, y sus familiares sepultados allí también. Pronto se vió que nada se podía hacer para salvar su vida: si se le amputaban las extremidades moriría desangrada y con infecciones por la falta de asepsia. Si se intentaba traer una moto-bomba para succionar el agua y el barro, que cada vez subían más de nivel, se tardaría muchísimo tiempo porque la máquina más cercana estaba a cientos de kilómetros.
Mientras una nube de rescatadores impotentes y de periodistas eran testigos de su desgracia, ella cantaba canciones populares y contaba chistes para forzar unas risas que ahuyentaran su miedo y el miedo que seguramente vió en los ojos de los que la observaban. Dijo muchas veces que tenía que salir de allí porque no quería perder sus clases, que aún había muchos examenes pendientes por hacer en el colegio.
Omayra no sabía o no quería saber que no tenía salvación, pero la foto que nos ha llegado de ella, y que dio la vuelta al mundo, nos muestra un ser pequeño y maravilloso, lleno de entereza y resignación, unos ojos enormes abiertos a una realidad devastadora, a la locura, al sin sentido.
Omayra niña, Omayra hija, Omayra hermana. Todos querríamos que alguien así formara parte de nuestras vidas, que fuera alguna de esas cosas para nosotros. Esa entereza, esa aceptación final y demoledora del destino tortuoso y oscuro, es un atributo del alma que pertenece sólo al ámbito de los adultos, y muchas veces ni siquiera eso. Omayra mujer.
Ya cuando el blanco de sus ojos se volvió marrón, cuando se empezó a hinchar su cara, cuando le pudo la gangrena y cayó en las tinieblas del delirio y la agonía, por qué no hubo una inyección que paliara su sufrimiento, mientras era el espectáculo involuntario de lo que es una muerte en directo, servida en primer plano por el cámara de turno para los telediarios a la hora de comer. Cómo se puede tomar esa imagen, cómo se puede hacer una foto así y seguir viviendo como si nada. Para lo que sí sirvió fue para denunciar al gobierno de aquel país por la desatención que tiene con las víctimas de las catástrofes naturales que allí suceden con relativa frecuencia.
El pueblo fue reconstruido tiempo después, y en el lugar donde ella estuvo se alzó una valla que cuenta su historia, porque aunque tuvieron lugar muchas desgracias aquellos días, le tocó a ella ser el símbolo de la abnegación, la humildad y el valor que todos deberíamos tener y muy pocos seríamos capaces si nos viéramos inmersos en una tragedia semejante.
Nunca se vió a una persona con tanta gente alrededor y al mismo tiempo tan sola. Siento rabia por la impotencia que supuso aquello para todos, el no poder hacer nada para remediarlo, parecía que era tan fácil liberarla de su prisión, sólo con alargar los manos hacia ella. Yo a veces he imaginado que la cojo en mis brazos y la consuelo, que aparto todos sus miedos y ahuyento todos los peligros que la pudieran acechar. Posiblemente como era así, sería ella la que me consolaría a mí. Su recuerdo permanece tan imborrable en la memoria de todos que parece que nunca se hubiera ido en realidad.
Se preguntaban en la prensa del momento que quién era aquel ángel que estaba metido en el fango. De qué cielo se había caído, me pregunto yo, y por qué ese infierno al que se tuvo que someter.
Ella representa el dolor, el sufrimiento de todos los niños que en el mundo han sido y serán, esa injusticia tan grande que es la enfermedad y la muerte en la infancia.
Omayra es la madurez temprana, tan propia de los pequeños que viven precariamente y se tienen que acostumbrar pronto a cosas por las que nuestra acomodada infancia nunca tendrá que pasar.
Omayra está con nosotros aún.
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