viernes, 28 de marzo de 2008

Fe

Hace poco ví una película en la que a un sacerdote católico se le encomendaba la difícil misión de desentrañar unos extraños sucesos que los miembros de una pequeña comunidad calificaban de milagro. Con las averiguaciones que él llevase a cabo tenía que esclarecer los hechos y ver si la Iglesia los calificaba o no de milagrosos, y a la persona que los motivaba, una antigua feligresa ya fallecida, de santa.
Durante este proceso, este sacerdote ve tambalearse su fe, su creencia en Dios y en una vida más allá de la muerte. Además siente amor por una mujer, sin que ese sentimiento pueda llegar a fructificar debido a sus circunstancias.
Me ha dado qué pensar siempre el tema de la fe. Cuán frágil es ese don que Dios da sólo a unos cuantos. Se diría que son personas predestinadas, tocadas por la mano divina desde el mismo día de su nacimiento, y que tarde o temprano desarrollan ese amor por el Señor, aunque no siempre lleguen a emprender una carrera eclesiástica.
Algo especial deben llevar dentro de sí, porque aunque los miembros de una misma familia se críen en el mismo ambiente, sólo uno quizá sienta que esa Luz toca su alma, por lo que no debe ser sólo la influencia del medio en el que nacemos cada uno y en el que nos toca vivir.
Los hay que descubren repentinamente su fe, dormida sin saberlo en algún lugar recóndito de su ser, cuando pasan por experiencias que ponen a prueba la resistencia física y moral del ser humano. La religión, en estos casos, es quizá la dulce anestesia del dolor, el consuelo último de los que no quieren abandonarse a la desesperación. La promesa de un mundo perfecto, de una vida maravillosa más allá de la muerte, de un paraíso aún mejor que el que un día perdimos llamado Cielo, son la meta a alcanzar por todos los que creemos sin ver.
No quiero imaginar el sufrimiento enorme por el que sin duda pasa aquel que se ve asaltado por las dudas. Un sacerdote, o una monja, que se contemple a sí mismo y se vea investido por un hábito al que de pronto no encuentra sentido, por una forma de vida que casi sin querer le resulta extraña....., debe ser devastador. No creo que sea fácil recuperar una fe perdida, aunque sólo haya disminuido en pequeña proporción.
Conocí a una chica en el instituto que no veía el momento de acabar el último curso para ingresar en una orden religiosa de monjas de clausura. Me contaba sus anhelos llena de una extraña felicidad y de una paz como sólo he visto en personas que han decidido emprender ese camino. Yo no hacía más que horrorizarme al imaginar a una muchacha en su plenitud existencial enterrada en vida, sin poder ver el mundo exterior ni hablar con nadie fuera de su congregación. Es como la cadena perpetua del presidiario que está en una cárcel, sólo que sin haber hecho nada malo, encerrada por propia voluntad. Pensé que más que fe, lo que la mayoría de estas personas siente es una especie de fanatismo, como si tuvieran un lavado de cerebro típico de las sectas para anular la personalidad y la capacidad de pensar. Creí que su familia debería estar angustiada al no poder volverla a ver nunca más, pero enseguida comprendí que estas personas provienen de ambientes donde estas actitudes no sólo están bien vistas sino que incluso son motivo de orgullo.
¿Exige Dios un sacrificio tan grande para demostrar la propia fe?. Para mí era como el cordero que se mata para ofrecerlo a la divinidad y así conseguir su beneplácito. Su fe me aterrorizó, porque la ví como algo irracional que conducía a un laberinto oscuro en el que iba a desaparecer para el mundo.
Y sin embargo qué beatitud parecen transmitir, las monjas sobre todo, con una existencia pacífica entregada a la oración y las buenas obras. Esa alegre conformidad, ese regocijo interior, esa extraña felicidad sólo se consiguen con meditación, como en otras muchas religiones, con recogimiento y aislamiento, y con lecturas piadosas que alimentan el espíritu. O simplemente tratando de vivir en paz con uno mismo.
El caso extremos de los santos merece un capítulo aparte. Imaginar a santa Teresa levitando, sangrando por las manos, los pies y el costado, es algo que sobrecoge. Ella decía albergar en su corazón una gran ternura, un amor limpio y puro que la inundaba por dentro, y al mismo tiempo sentía un gran sufrimiento, un cúmulo de sentimientos y sensaciones contrapuestas que sin embargo la habitaban por igual y la colmaban de satisfacción. La fe es, en estos casos sobre todo, una experiencia solitaria, aterradora vista desde fuera, y que sin duda acorta la vida, pues no creo que haya muchos santos que lleguen a mayores, unos porque los martirizaban, y otros porque se martirizaban a sí mismos con tanto estigma y tanto trascender el propio cuerpo.
Cuando pienso en la fe, siempre me viene a la cabeza Melchor, al que ya dediqué uno de mis primeros posts. Él también se dejaba arrastrar por una alegría interior infinita, y transmitía una luz que casi no he vuelto a ver en nadie después de él. No hablaba mucho de su fe, pero tenía una fuerza y una convicción en todo lo que hacía y decía que movían montañas. Parecía como si viese más allá que el resto de la gente. Conmovía, siendo tan joven, verlo seguir con tanta pasión un camino que muy pocos eligen, renunciando a cosas de las que la mayoría de nosotros no podríamos prescindir.
Lo importante es tener fe en todo lo que uno emprende en la vida, da igual a qué puerto te pueda conducir: si las cosas se hacen con el corazón, esa fe hace el resto. Y si además conseguimos alcanzar ese don que es la fe en Dios, mucho mejor.

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