miércoles, 28 de marzo de 2007

Una nueva vida

La maternidad, que es un acontecimiento natural y frecuente en la vida de una mujer, se convierte con los métodos que existen hoy en día en los hospitales, en una auténtica tortura.
Bien es sabido que dar a luz un hijo es un proceso largo y penoso, en el que el único paliativo que existe hoy en día es la anestesia epidural.
El calvario empieza un mes antes del alumbramiento, cuando las revisiones son contínuas y obligatorias. En ellas te practican lo que llaman "registros", que viene a ser lo que hacen los veterinarios con las vacas. A mí me parecía una intromisión en mi intimidad completamente innecesaria.
El día del alumbramiento se convierte en una interminable maratón de pruebas de resistencia. El mío, como fue un parto inducido (provocado), tenía fecha y hora.
Ya en la sala de dilatación empieza el calvario: el rasuramiento púbico, el enema salvaje, la rotura de la bolsa de agua con una lanceta (especie de arpón), procedimiento indoloro pero harto desagradable, la colocación de una vía en la parte exterior de la mano para suministrar la oxitocina que provoca las contracciones (me lo hizo una enfermera en prácticas, y como lo hizo mal, después de hacerme bastante daño, tuvo que venir otra enfermera a ponérmela bien), y por último la "monitorización", que es un cable colocado en la zona vaginal para controlar las contracciones y el latido del corazón del bebé, y que está conectado a un amplificador. Recuerdo con horror los latidos del corazón de mi hijo, que eran como un galope desbocado y a todo volumen, retumbando en la habitación durante horas. Si los nervios no están muy templados, con ese sonido de fondo menos. Además te obligan a estar medio tumbada en la cama, en lugar de poder levantarse y andar, lo que hubiera facilitado la dilatación.
Al poner la oxitocina desde el primer momento, las contracciones no son espaciosas sino frecuentes. Yo estuve siete horas padeciéndolas cada cinco minutos.
Por supuesto siempre llega la típica enfermera que está deseando acabar de una vez y no se le ocurre otra cosa que meter su mano para arrastrar al bebé más cerca del canal del parto, hecho pavoroso por lo inesperado y por el dolor añadido que causa.
Cuando llegó el momento de la expulsión, el peor de todos, fue como algo inesperado: no hacía mucho que había pasado la matrona y había dicho que aún faltaba un buen rato. En un instante las contracciones fueron tan dolorosas y seguidas que casi no podía respirar. Llamé al timbre como pude y me llevaron en mi cama corriendo al paritorio. De ahí tener que pasar a la camilla donde se alumbra fue una odisea. Nunca creí que un movimiento tan sencillo pudiera ser tan difícil, teniendo los músculos agarrotados como los tenía por un dolor incontrolable.
Tuvo que venir el médico, que sólo aparece en situaciones apuradas, y hacer lo que en las clases de preparación al parto nos dijeron que teníamos que evitar: que él tuviera que apoyarse con todo el peso de su cuerpo sobre su antebrazo colocado por encima de mi vientre para presionar una y otra vez y así facilitar la salida del bebé.
Recuerdo que me decían que apretara con todas mis fuerzas, pero a mí me parecía que me iba a partir en dos. Pensé que me iba a morir, fue una certeza tan grande la que tuve que, aunque agotada después de tantas horas de parto con respiraciones aprendidas en las clases de preparación y que sólo me sirvieron para quedarme sin fuerzas, me dije que aunque fuera la última cosa que hiciese en mi vida aquello tenía que salir bien. Y dí el empujón final, momento que aprovecharon para hacerme la episetomía, cuchillada en la zona vaginal casi hasta la zona anal, y que yo casi no sentí por el enorme dolor que ya estaba pasando.
Cuando creí que todo había acabado y empezaba a respirar aliviada, vinieron de repente unas contracciones aisladas mucho más agudas que las anteriores. Eran los "entuertos", que sirven para expulsar la placenta. En mi caso fue laborioso porque está sujeta en el interior del útero por cuatro membranas, y una no terminaba de salir.
Cuando pregunté cuántos puntos me estaban dando, no me lo quisieron decir. Aquello debía estar quedando como un mapa.
Ver salir a mi hijo me impresionó muchísimo, por lo grande que me pareció y por la cantidad de sangre y grasa que lo cubría. Me lo mostraron, con el cordón umbilical aún sin cortar, medio encogido con los brazos cruzados sobre sí mismo, tal y como debía estar mientras lo tuve dentro de mí.
Se lo llevaron enseguida allí cerca, lo lavaron y lo pusieron debajo de la lámpara de rayos ultravioleta. Mientras, el médico, un hombre encantador por cierto, le pasó el brazo por encima del hombro a la matrona que me atendió, de espaldas a mí ambos, mientras contemplaban a mi niño. Parecían muy cansados, pero satisfechos. Pensé que la labor de estas personas, como la de cualquiera que se dedique a la profesión médica, no está suficientemente valorada ni pagada.
Luego se llevaron a mi hijo (qué raro me pareció decir eso al principio), y creí lo típico en estas ocasiones, que podría desaparecer o cambiarlo por otro. Me angustié un poco.
Cuando me lo trajeron a la habitación en una cuna pequeña y transparente, no me lo podía creer: observaba todos sus gestos, sus movimientos, que me parecieron muy lentos, y su fragilidad.
Aprender a ponerlo al pecho también me apuró mucho, porque no lo conseguía. Tuve que recurrir a una enfermera, así como para saber cuánto había que abrigarle y cuándo se sabía si el pañal tenía bastante orina para cambiarlo. Son cosas que podrían enseñar en las clases de preparación, porque tan importante es saber afrontar el alumbramiento como los cuidados del bebé.
La última tortura infringida vino en forma de médico, un señor que parecía a punto de jubilarse y que acudió al día siguiente a primera hora de la mañana para, sin previo aviso, practicarme un "registro", sin tener en cuenta el estado en que me había quedado después de la considerable cantidad de puntos que me dieron. Se puede decir que vi materialmente las estrellas, y cuando me quejé levemente le faltó tiempo para decirme en un tono despectivo que no me lamentara, que sabía que no me estaba haciendo ningún daño. Pensé que alguien así estaría muy bien en los campos de exterminio nazis.
El dolor insoportable de la episetomía me acompañó en la cuarentena que siguió y algún tiempo después. Quizá existen calmantes que no impiden amamantar a tu hijo, pero nadie me informó de su existencia.
Con mi hija todo duró la mitad de tiempo, no me tuvieron que dar casi puntos, y al ser de madrugada y estar el "nido" cerrado, me la "llevé puesta" desde el paritorio directamente a mi habitación. La matrona, una andaluza muy graciosa y cariñosa, me dijo admirada que hay que ver con qué ganas había apretado. Ya tenía la lección aprendida y quería acabar cuanto antes.
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que si me hubieran dejado me habría puesto de parto yo sola, ¿ por qué esa rigidez en todo?. Y todas esas prácticas carniceras sobran. Hace años no se hacían y todo resultaba más natural. Lo único que sí querría y no solicité en su momento es la anestesia epidural. Yo la pondría obligatoria, porque nadie tiene por qué sufrir innecesariamente.
Hace poco leí que había mujeres que estaban pagando grandes cantidades de dinero para poder parir en sus casas, como se hacía no hace tanto. Me parece bien, pero gratis.
Y el momento de la expulsión debería ser en cuclillas, no medio tumbada en el potro de tortura en el que nos ponen. Como las mujeres de las tribus de la selva, por qué no, a lo mejor somos nosotros los atrasados y los salvajes.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, tengo que decirte que la memoria del dolor desapareció al cabo de una semana, y que sólo me quedaron las sensaciones y los pensamientos que me acompañaron en aquellos momentos. Por más que intento recordar cómo era ese dolor, distinto a cualquier otro que yo hubiera conocido, no lo consigo. La naturaleza es sabia.
No hay nada comparable a traer una nueva vida a este mundo.

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