lunes, 17 de noviembre de 2008

Amistad

La primera amiga que tuve fue en el colegio, con 6 años. Un día, a poco de empezar el curso, se me cayó un sacapuntas al suelo y ella se agachó a recogérmelo. Yo venía de otro colegio, del que tuve que salir porque la directora hizo un desfalco, y me encontraba un poco perdida. Así empezamos a hablar. En el curso siguiente ya éramos amigas inseparables.
Angelines era la niña más educada de la clase, pero tirando a cursi. Las dos lo éramos en realidad. Tenía los ojos verdes, la piel muy blanca y el pelo rubio, largo y ondulado. Era muy alta y delgada. Yo admiraba su pelo, y como lo sabía me regaló en una ocasión un mechón. Recuerdo que pensaba que si alguna vez tenía una hija, quería que tuviese el pelo como el de ella, y así ha sido.
Con cualquier cosa nos divertíamos. A veces jugábamos a ver quién conseguía soltar lágrimas con más facilidad. Siempre ganaba yo, porque empezaba a pensar en cosas muy tristes. Ella probablemente no tenía por entonces en su mente nada que fuera lo bastante triste como para que le produjera ese efecto. Un compañero de clase se nos quedó mirando una vez y fue enseguida a la profesora para decirle que estábamos llorando. Ella nos miró preocupada y nos entró la risa.
Nuestros mapa físicos de España del tercer curso eran la admiración de algunos compañeros por la forma como los coloreábamos, usando distintas tonalidades de un mismo color: qué verdes eran aquellos valles, qué marrones las montañas, a veces un poco blancas las cumbres, y qué azules los ríos.
Éramos muy pulcras, cuidábamos mucho los libros y los cuadernos. Daba gusto con nosotras.
A veces usábamos alguna prenda de vestir muy parecida, como un gorro peludo tipo bola de nieve atado al cuello que nos poníamos en invierno, y al que lo único que distinguía era el color, el mío blanco y el de ella crema.
Angelines y yo no teníamos secretos entre nosotras y nos relacionábamos con el resto de los compañeros de clase con cierta distancia, como si estuviéramos en un estrato superior: todos nos parecían sucios, maleducados y vulgares.
Ella no era demasiado buena estudiante y solían quedarle asignaturas pendientes en junio y septiembre. Tenía que soportar la comparación con su hermano, casi diez años mayor que ella, que también había pasado por allí y había sido un alumno brillante.
Me gustaba ir a su casa porque me parecía muy acogedora. Su madre nos dejaba jugar con sus cacharros en la enorme cocina que tenían. Recuerdo que un día vi sobre una mesa una hermosa tarta de manzana. En su habitación, que era muy coqueta y estaba siempre muy ordenada, había una jaula con un pajarito al que llamaba “Pichí”, como el de Heidi. Se encaramaba a los dedos de la mano como si subiera una escalera según se los ibas poniendo. A veces íbamos a la habitación de sus padres y nos poníamos una especie de velo en la cabeza mientras nos mirábamos a un espejo, como si fuéramos novias.
Cuando hice la 1ª Comunión, ella me prestó su vestido y se acercó a verme a la salida de la parroquia. Aparece en las películas que mi padre cogía con el tomavistas en aquella época, colocándome el pelo por debajo de la toca.
Nos gustaba jugar en la calle, a la salida del colegio, al “escondite inglés” y en el parque con otros niños de clase. Mi hermana solía estar con nosotras, pero entre ellas se tenían celos y Angelines solía relegarla, para su fastidio.
Pasábamos tanto tiempo juntas y estábamos tan compenetradas que teníamos telepatía: a las dos se nos ocurrían las mismas cosas a la vez, pensábamos al mismo tiempo casi todo, lo que no dejaba de sorprendernos y gustarnos.
Como ella sí jugaba en la calle en sus ratos libres, sabía muchas canciones para acompañar con juegos de manos, y aún me acuerdo de algunas.
A veces juntábamos mucho las caras frente a frente, tapábamos los laterales haciendo hueco con las manos para que no entrara la luz y nos mirábamos fijamente a los ojos repitiendo sin parar “calavera” muchas veces. Llegábamos a ver una calavera blanca reflejada en los ojos de la otra, tanta era la sugestión, y cuando eso sucedía nos separábamos entre asustadas y divertidas.
En los cursos superiores nos hicimos muy amigas de otra niña, Raquel. Era un poco masculina, extremadamente inteligente y muy estudiosa. Hacía unos dibujos maravillosos, de hecho de mayor montó exposiciones. Siempre la estaba haciendo reir con mis ocurrencias. Las tres nos divertíamos mucho juntas, sin embargo la afinidad con Angelines fue siempre mayor, quizá porque era mi primera amiga.
El único defecto que tenía Angelines es que era muy mentirosa, mentía constantemente y sin ninguna necesidad. Yo a veces se lo hacía notar, porque es algo que siempre me ha molestado mucho, pero ella se hacía de nuevas. Se ve que no lo podía remediar.
Nuestra amistad se enfrió los dos últimos años del colegio y ya prácticamente no nos volvimos a ver al terminar porque ella no pasó al instituto, si no que decidió ir a una academia a aprender informática. Alguna vez, siendo adolescente, la vi por la calle paseando de la cintura con algún chico y ya por entonces me pareció una extraña.
Por la madre de Raquel supe que Angelines se casó y tuvo una niña, que debe ser dos o tres años mayor que mi hijo.
De ella conservo una bolita de cristal tallado prendida de un hilo blanco, que cuando se pone a la luz del sol cerca de una ventana refleja un arco iris por todas partes, y unas postales que nos escribimos desde la playa en vacaciones.
Guardo también el grato recuerdo de haber sido la primera vez que disfruté de la amistad. Dudo mucho que ella se acuerde de mí con el mismo afecto, quizá porque no era tan sentimental como yo y porque valoro las cosas y me dejan huella mucho más profundamente de lo normal.
Ella fue y será siempre la primera amiga que tuve.

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