miércoles, 5 de noviembre de 2008

En la cárcel


Dicen que una de las cosas por las que se puede medir el nivel de desarrollo de un país es por el estado de sus cárceles. Comparo, en un reportaje del National Geographic, el interior de una prisión en EEUU con las fotografías que he visto en alguna ocasión de las que existen en los países árabes y en el mundo oriental, y parece que no se trate del mismo tipo de sitios.
En EEUU las celdas no son demasiado pequeñas y tienen lo imprescindible para vivir con comodidad aprovechando muy bien el espacio. La limpieza es extrema. Hay también gimnasio, biblioteca, talleres ocupacionales, etc. Existe la posibilidad de aprender un oficio o estudiar una carrera universitaria. Muchos no tenemos estas ventajas tan a mano y si las quisiéramos tendríamos que rascarnos los bolsillos.
En estos países donde las condiciones de vida en la cárcel son tan malas, animales de todas clases proliferan y conviven con los reclusos por doquier. Las enfermedades se dan por descontado y la asistencia sanitaria es precaria o casi inexistente. En las celdas se hacinan muchos presos a la vez, y las condenas son muy duras y desproporcionadas en relación a los delitos cometidos, todo lo contrario que en el mundo occidental, con excepción de Rusia. Las torturas son frecuentes. Vivir aquí se convierte en una auténtica pesadilla, en un infierno en vida.
He visto que los presos acostumbran ahora a tatuarse determinados símbolos para que los demás sepan la condena que están cumpliendo. Si es cadena perpetua, se hacen tatuar en la parte de atrás de la cabeza, convenientemente rapada, un alambre de espinos. Otros símbolos indican la causa de la condena. Da mucha importancia si se trata de un delito de sangre.
No es lo mismo ser recluso en un sitio que en otro, en algunos lugares del mundo no sé ni cómo hay gente que se atreve a infringir la ley teniendo en cuenta lo que luego les espera. Aunque los delitos son siempre los mismos, porque la delincuencia deja pocos resquicios a la imaginación, la forma como se castigan no tiene nada que ver según en qué parte del mundo estemos.
Una de las utopías más interesantes, que no estaría mal que algún día se llevara a cabo, es hacer que el sistema legal y penitenciario fueran más o menos igual en todas partes, respetando las inevitables peculiaridades de cada país.
Temas como la pena de muerte merecerían un debate a parte, aunque en casi toda Norteamérica parece que lo tienen claro.
Imagino que el principal problema de un recluso será, además de la privación de libertad y el alejamiento de su entorno familiar y social, la convivencia con los demás presos, ya que hay personas que han llegado allí con una historia personal muy triste y dura a sus espaldas, y sus mentes están seriamente dañadas. No se puede esperar que estos individuos tengan un comportamiento normal, sino más bien antisocial y peligroso. La verdadera condena para el que está encarcelado no es tanto las normas o la disciplina que la propia institución quiera imponer como sobrevivir a esta convivencia sin demasiados contratiempos.
No debería permitirse que la población reclusa tenga su propia ley y que pueda tomarse la justicia por su mano. Qué rehabilitación social es esa para un delincuente. Una cárcel así no tiene sentido, no merece respeto, no cumple la función para la que ha sido creada. Sólo permite alejar a los elementos indeseables y aislarlos para que no perjudiquen al resto de la sociedad. La cárcel debería ser más que un castigo, un lugar en el que poder recapacitar sobre el alcance de nuestros actos y sobre el mal que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás. Debería ser un tiempo de reflexión que sirva para meditar y replantearse la vida.
Se me ocurre que una de las formas como sería posible eliminar o reducir el terrorismo en nuestro país es enviar a los etarras a cumplir condena a las cárceles de Bangkok, por ejemplo. Se lo pensarían dos veces antes de intentar alguna de sus barbaridades. Allí no entrarían por una puerta y saldrían por otra como pasa aquí, si no que cumplirían íntegramente su condena, ni tampoco podrían brindar con champán cada vez que hay un atentado. Con gente así se replantea uno la posibilidad de implantar la pena capital y los trabajos forzados.
Si nos fijamos bien, la mayoría de la gente vive como lo hacen los que están en presidio: horarios rígidos, costumbres fijas. No piensan en lo que van a hacer cada día, no disfrutan de nada en especial: las rutinas llevan a repetir indefectiblemente los mismos desplazamientos y las mismas actividades siempre, con escasas excepciones. Será que tampoco somos libres, como les pasa a ellos, sólo que a nosotros no nos priva nadie de libertad, somos nosotros mismos los que voluntariamente parecemos prescindir de ella.
Liberemos mente y espíritu y demos rienda suelta a los buenos sentimientos y las sensaciones positivas. Libres como el viento, nosotros que podemos.

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