Cuántas veces sucede que sólo llegamos a conocernos realmente a nosotros mismos cuando realizamos, por circunstancias de la vida, un viaje interior al que normalmente no llegamos con plena consciencia, y para el que no solemos estar preparados, o eso creemos.
Que sólo usamos una pequeña parte de las capacidades de nuestro cerebro es una gran verdad, pero con el corazón pasa lo mismo: hay cientos de emociones que observamos en otros y que pensamos que no vamos a experimentar personalmente nunca. Pero el ser humano, sumergido en esta marea cambiante que es el Universo, es impredecible. Nosotros mismos somos los primeros sorprendidos ante nuestras propias reacciones. Puede que llevemos dentro de nosotros mundos que sólo necesitan una pequeña motivación para que afloren, o simplemente que aprendemos a lo largo de nuestra existencia de lo que vemos alrededor y lo colocamos en nuestro almacén mental, dispuestos a utilizar esa información cuando la ocasión lo requiera.
Este viaje interior empieza desde el mismo momento que somos concebidos. En el seno materno nos desarrollamos conforme a unos parámetros genéticos, el genoma humano, que nos determinan, y más adelante surgirán otras características que no serán heredadas si no intrínsecas a nosotros y de nuestra propia cosecha, todo ello mezclado de tal forma que llegamos a ser extremadamente complicados y a veces ni nosotros mismos nos entendemos.
Pero el viaje alcanza su plenitud en el momento que un acontecimiento de vital importancia cambia nuestras vidas. Es ahí donde el vehículo que hasta el momento conducíamos a un ritmo más o menos homogéneo y en una dirección concreta, de repente comienza a moverse a gran velocidad y en un sentido que a veces escapa a nuestro control. Podría ser un viaje que acabara como en “Thelma y Louise”, saltando con el coche por un precipicio en un arrebato de desesperación (la muerte es a veces tan liberadora), o sólo tratarse de un viaje en el que, como sucedía en “Rainman”, nuestro coche atravesara imponentes y solitarios parajes, desconocidos hasta entonces, ya porque nunca antes los habíamos recorrido, ya porque conociéndolos los vemos ahora con otros ojos. Éste es el viaje más interesante, aquel que hacemos seguros, confiados, algo pequeños e indefensos en medio de lugares tan inmensos, pero esperanzados porque es casi seguro que al final del camino nos conoceremos completamente y nos aceptaremos y querremos tal como somos, y a los demás también. Así es como se disfruta de las cosas mucho más.
Que sólo usamos una pequeña parte de las capacidades de nuestro cerebro es una gran verdad, pero con el corazón pasa lo mismo: hay cientos de emociones que observamos en otros y que pensamos que no vamos a experimentar personalmente nunca. Pero el ser humano, sumergido en esta marea cambiante que es el Universo, es impredecible. Nosotros mismos somos los primeros sorprendidos ante nuestras propias reacciones. Puede que llevemos dentro de nosotros mundos que sólo necesitan una pequeña motivación para que afloren, o simplemente que aprendemos a lo largo de nuestra existencia de lo que vemos alrededor y lo colocamos en nuestro almacén mental, dispuestos a utilizar esa información cuando la ocasión lo requiera.
Este viaje interior empieza desde el mismo momento que somos concebidos. En el seno materno nos desarrollamos conforme a unos parámetros genéticos, el genoma humano, que nos determinan, y más adelante surgirán otras características que no serán heredadas si no intrínsecas a nosotros y de nuestra propia cosecha, todo ello mezclado de tal forma que llegamos a ser extremadamente complicados y a veces ni nosotros mismos nos entendemos.
Pero el viaje alcanza su plenitud en el momento que un acontecimiento de vital importancia cambia nuestras vidas. Es ahí donde el vehículo que hasta el momento conducíamos a un ritmo más o menos homogéneo y en una dirección concreta, de repente comienza a moverse a gran velocidad y en un sentido que a veces escapa a nuestro control. Podría ser un viaje que acabara como en “Thelma y Louise”, saltando con el coche por un precipicio en un arrebato de desesperación (la muerte es a veces tan liberadora), o sólo tratarse de un viaje en el que, como sucedía en “Rainman”, nuestro coche atravesara imponentes y solitarios parajes, desconocidos hasta entonces, ya porque nunca antes los habíamos recorrido, ya porque conociéndolos los vemos ahora con otros ojos. Éste es el viaje más interesante, aquel que hacemos seguros, confiados, algo pequeños e indefensos en medio de lugares tan inmensos, pero esperanzados porque es casi seguro que al final del camino nos conoceremos completamente y nos aceptaremos y querremos tal como somos, y a los demás también. Así es como se disfruta de las cosas mucho más.
Es importante saber quién conduce ese coche, porque a veces nos dejamos llevar y a veces somos nosotros los que conducimos. Ambas formas de viajar son factibles, pero la primera es mejor que sea de vez en cuando: en realidad este viaje sólo puede hacerlo uno mismo.
El paisaje que aparece retratado en “Rainman” refleja, con su enormidad, su quietud y su luz, la apertura de nuestra mente y nuestra alma, el deseo de conocer y de ser libres. Es una gozada ver esa carretera interminable, vacía, por la que uno puede desplazarse a gran velocidad si encontrar obstáculos, un camino que te puede llevar a cualquier parte y a ninguna.
Realmente este viaje no concluye hasta el mismo momento de nuestra muerte, porque mientras vivamos no dejarán de sucedernos cosas, de experimentar nuevas sensaciones que añadan escalas en ese recorrido hacia nuestro yo más profundo, en esa exploración hacia nuestra selva interior salvaje y recóndita, que en gran medida aún continúa virgen pese a las circunstancias tan diversas por las que pasamos.
No siempre podremos llegar al final con un pleno conocimiento de nosotros mismos, pero confiamos encontrar lo que buscamos, aunque sea una pequeña parte. Todo depende de hasta dónde seamos capaces de llegar, hasta dónde estemos dispuestos a atrevernos.
El viaje interior, el más importante que uno hace en la vida.
El paisaje que aparece retratado en “Rainman” refleja, con su enormidad, su quietud y su luz, la apertura de nuestra mente y nuestra alma, el deseo de conocer y de ser libres. Es una gozada ver esa carretera interminable, vacía, por la que uno puede desplazarse a gran velocidad si encontrar obstáculos, un camino que te puede llevar a cualquier parte y a ninguna.
Realmente este viaje no concluye hasta el mismo momento de nuestra muerte, porque mientras vivamos no dejarán de sucedernos cosas, de experimentar nuevas sensaciones que añadan escalas en ese recorrido hacia nuestro yo más profundo, en esa exploración hacia nuestra selva interior salvaje y recóndita, que en gran medida aún continúa virgen pese a las circunstancias tan diversas por las que pasamos.
No siempre podremos llegar al final con un pleno conocimiento de nosotros mismos, pero confiamos encontrar lo que buscamos, aunque sea una pequeña parte. Todo depende de hasta dónde seamos capaces de llegar, hasta dónde estemos dispuestos a atrevernos.
El viaje interior, el más importante que uno hace en la vida.
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