jueves, 20 de noviembre de 2008

Josephine Baker







Quién no ha oído hablar alguna vez de Josephine Baker, la mítica estrella del music-hall afroamericana que durante medio siglo llenó los escenarios con su presencia, además de ser actriz, modelo fotográfico y cantante.
Hija de un percusionista de vaudeville que les abandonó siendo aún una niña, tuvo que dejar la escuela para ganar con sus hermanos el sustento de su familia, trabajando como doméstica, niñera y vendiendo el carbón que recogían en la zona de los ferrocarriles. Buscaban comida entre los desechos de los mercados.
Josephine creció en el periodo de las peores revueltas racistas vividas en Saint Louis.
Con trece años empezó a bailar y aunque era sólo una adolescente llamó poderosamente la atención del público por su cuerpo espectacular, que mostraba sin pudor, y su personal forma de moverse. Estas primeras actuaciones venían acompañadas de ribetes cómicos, algo que con los años daría paso a números mucho más elaborados y sofisticados.
Su exótica forma de interpretar la danza, su sexualidad desinhibida, la fascinación que producía cada uno de sus movimientos, su magnetismo y plasticidad, la novedad de su talento artístico, su buen humor (decían que tenía una “risa cegadora”) y su belleza salvaje se unieron para dar como resultado el nacimiento de una estrella del espectáculo singular.
Combinaba los ritmos palpitantes y repetitivos de la música africana con el mambo y la rumba que aprendió en sus viajes a Cuba, y con la música que se llevaba en los años 20 y 30. A ella se debe el éxito del charleston en Europa.
Se hizo famoso el número que hacía en el que aparecía cubierta únicamente por una falda hecha con plátanos. Le gustaba mostrar su sensual cuerpo cubierto con extravagantes trajes. En ocasiones la acompañaba una pequeña leopardo ataviada con un collar de diamantes. El animal, que a veces se escapaba del escenario, le otorgaba a la representación un elemento adicional de tensión.
Amaba las mascotas y llegó a tener además de la leopardo, un chimpancé, una culebra, un cerdo, una cabra, una lora, un perico, peces, gatos y perros.
Según pasaron los años sus facultades innatas, su voluntad de trabajo, sus conocimientos técnicos, su disciplina física, la autocrítica, su sencillez y su elegancia a pesar de sus orígenes tan humildes, se hicieron más que patentes.
La empezaron a llamar de muchas formas: la Venus Negra, la Perla Negra, Diosa Criolla, Diosa de ébano…
Los críticos la calificaban como osada, soberbia, indómita. Su arte producía encantamiento en el público, placer para los sentidos. “Quién no bailaría con una música así, eso sí que puede llamarse ritmo”, decían.
Su cuerpo enajenado (parecía que perdía la razón cuando bailaba, tal era el paroxismo al que llegaba, entregada por completo a su trabajo) y su capacidad para la improvisación no conocían límites. Tenía además una voz privilegiada para el jazz.
Era digno de ver el voluminoso equipaje con el que recorría el mundo entero, entre docenas de zapatos, piezas de vestuario de teatro, pieles, vestidos y ¡64 kgs. de polvos de tocador!.
En 1927 era la artista mejor pagada de Europa. En Francia, donde vivía, producía éxtasis y adoración entre el público. En su tierra no tuvo nunca la misma acogida, pues en Norteamérica era inaceptable que una mujer negra disfrutara de ese poder y esa sofisticación. En algún hotel se negaron a alojarla por este motivo. Toda su vida fue víctima de discriminación racial, lo que le llevó a secundar en su momento el movimiento norteamericano por los derechos civiles de los negros y a apoyar a Martin Luther King. En su representaciones exigía que el público estuviera integrado, que no hubiera distinción entre negros y blancos.
Ninguno de estos avatares le impidió actuar en los sitios más importantes del mundo, como el Folies Bergère o el Cotton Club.
El compositor Henri Sauget dijo de ella: “Es adorable (…). Cada una de sus apariciones es un milagro de fina gracia y tacto (…). Es deslumbrante (…), brillante, espontánea, con un encanto único”.
Formó parte de la vanguardia parisina y logró sintonizar con el clima de innovación artística de aquel momento. Fue precursora del “art decó”.
Con motivo de la inauguración de su 2º night club en París, ofreció un concierto que, con un programa diseñado por Picasso y Cocteau, estuvo dedicado a recaudar fondos para los niños españoles víctimas de la guerra civil que había comenzado el año anterior.
Durante la 2ª Guerra Mundial fue voluntaria de la Cruz Roja y trabajó en el servicio secreto del Ejército Francés Independiente.
Su vida privada fue también muy intensa: se casó en cuatro ocasiones, la primera a los catorce años, y se divorció otras tantas. Con su última pareja no se llegó a casar, pero estuvieron unidos hasta el final de sus días.
Debido a un aborto mal practicado quedó estéril y decidió adoptar niños huérfanos, hasta un total de doce, de todas las razas. Los llamó “la tribu del arco iris” por la diversidad de su color. Con ellos fue a todas partes. A partir de entonces para ella fueron lo más importante de su vida y les dio todo de lo que ella había carecido en su infancia.
Para mantener a su numerosa prole tuvo que actuar siendo ya mayor. La recuerdo en esa época apareciendo en televisión sobre el escenario, luciendo unas piernas largas, finas y tersas a pesar de la edad, legado de su pasada belleza.
Cuando murió, poco después de conmemorar su medio siglo en el mundo del espectáculo, era una persona muy querida y respetada. Su talla como artista sólo es comparable con su humanidad y servicio a los demás.
Josephine Baker careció por completo de prejuicios morales o de ninguna otra clase. La exhibición que hacía de su cuerpo desnudo en sus actuaciones era un afán de mostrar el arte sin tapujos, igual que si se contemplara una estatua de Miguel Ángel. No había malicia en ella, ni segundas intenciones. La opinión ajena le tenía sin cuidado, sólo quería ser valorada por su trabajo. Quizá todo ésto fue producto de una infancia carente de los rígidos corsés de la educación convencional. Se dejaba llevar por sus instintos, su comportamiento podría parecer incluso selvático, pero su guía fue siempre hacer el bien y disfrutar de la vida sin hacer daño a nadie.
La desinhibición sobre el escenario se extendía a su vida privada. Algún conocido la encontró desnuda durmiendo la siesta en el camarote durante alguno de sus viajes transoceánicos. No tenía pudor, veía a la gente tal como era, sin dejarse engañar por las apariencias, y quería que la conocieran a ella tal como era también, no tenía nada que ocultar y pensaba que los demás tampoco tenían por qué. Y en este sentido fue un ejemplo para todos.

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