Intento ponerme en el lugar de los niños de hoy en día y no lo consigo. Recuerdo cómo era yo de pequeña y cómo era la sociedad de entonces y me parece que poco tiene que ver con lo que se ve actualmente.
En mi infancia, como bien retrata la serie “Cuéntame”, había platos de Duralex, se llevaban las faldas escocesas muy cortas, las familias permanecían unidas contra viento y marea, y la televisión era el centro de reunión y de información de todo el mundo.
Recuerdo que no existía el descontento y la crispación social que se ve ahora, no se veía mendicidad por las calles y podías salir hasta tarde sin temor a que te pasara nada malo. No había problemas de extranjería, ni pateras. No se conocían los contratos basura, aunque los sueldos eran más modestos que ahora y había menos comodidades en general, algo que tampoco se echaba mucho en falta.
No había drogadictos, ni sexo precoz, ni problemas de alcoholismo y tabaquismo a edad temprana.
La gente disfrutaba como enanos con sólo dos canales de televisión. Había sesión doble en los cines por el mismo precio. Se tomaban los alimentos sin desconfianza porque no se conocían las vacas locas, ni la gripe aviar, ni el aceite de colza.
Las hamburguesas no habían implantado su feudo en la dieta juvenil, ni la comida rápida. En las casas olía a guisos y las madres no se tenían que preocupar de si podrían amamantar y cuidar de sus hijos el tiempo suficiente antes de tener que incorporarse al trabajo, ya que ahora hay que pagar la hipoteca hasta más allá de la edad de jubilación, y como el divorcio está a la orden del día tampoco una mujer se puede permitir el lujo como antes de depender económicamente del marido.
Se iba a Misa cada domingo y se vestía con buen gusto (aún no se había inventado la moda “grunge”). Las familias numerosas proliferaban: las casas, las calles y los colegios estaban llenos de niños.
No había violencia en las películas ni en los telediarios, ni sexo explícito, y menos en franja horaria infantil. La censura servía, más que nada, para preservar la inocencia de los niños y no dañar su sensibilidad, porque cada cosa ha tenido siempre su momento. Se tenía muy en cuenta la salud psíquica del colectivo social, había una delicadeza para con todo el mundo que ahora no se ve. Y no es que antaño se tratara de mantener a la gente en la ignorancia. Ahora sabemos mucho de todo, la información corre a raudales por todas partes, pero sabemos cosas que no nos ayudan precisamente a vivir mejor, cosas que no aportan nada a nuestras vidas, que no nos enriquece como personas si no todo lo contrario.
Conceptos como “violencia de género”, que tampoco se llamaba de esta manera tan singular, se referían a casos aislados de gente tarada y de baja extracción, había un respeto por la mujer, una deferencia que ha desaparecido prácticamente.
Los bebés no eran abortados a cientos cada años en lugares legalmente reconocidos. La gente joven se amoldaba a una paga que se le daba en casa, normalmente modesta, y a los extras que se sacaran con algún trabajo eventual, y lo pasaban en grande con pocas cosas. No disfrutaban de los lujos y caprichos de la juventud actual, que además parece no tener nunca suficiente. Nadie les ha enseñado que no es más feliz el que más tiene si no el que menos necesita.
Había ilusión, inocencia, esperanza en un mañana en el que la vida sonreía a todos en mayor o menor medida. La televisión de hoy en día hace imposible todo eso, te muestra sin piedad una violación a las cuatro de la tarde, o las relaciones extramatrimoniales de varias parejas casadas como la cosa más normal.
Los ejemplos que nos enseñan con estos programas sacan a relucir lo peor del ser humano, todas sus lacras. Estamos enfermando porque nos inoculan a diario un veneno que nos produce angustia, desesperación, escepticismo, desesperanza. Parece que vivimos una era postnuclear sin haber estallado aún ninguna bomba atómica de las que tanto dicen que acabará con el mundo conocido.
Aún no estamos en un planeta dominado por los simios, ni nos encontraremos ninguna Estatua de la Libertad medio destruida y abandonada en cualquier playa para recordarnos que antes hubo una civilización hecha por ser humanos que aún tenían principios, que aún tenían valores que fundamentaran sus vidas.
Nos estamos autodestruyendo y no hace falta ningún Nostradamus que venga para recordárnoslo. No sé por qué el Mal puede cada vez más al Bien, no sé qué pretendemos con todo ésto y a dónde vamos a llegar.
Me niego a verme inmersa en un Universo vacío y sin sentido, en una pesadilla kafkiana, en una existencia surrealista. Para qué he traído hijos al mundo, no será para vivir esta realidad precaria y absurda, no para ser conducidos a un destino desolado, deshumanizado y descreído de todo.
Por qué será que siempre el ser humano acaba con todos los Paraísos, por qué nos gusta refocilarnos en la inmundicia. Ahora encontramos divertida la grosería y el mal gusto, nos reimos cuando vemos la reputación de los demás destruida con cuatro palabras crueles y falsas en cualquier medio de comunicación. Lo necio y lo mezquino es lo que se lleva.
Detengamos esta máquina demoledora, no sé a quién se le ocurrió ponerla en marcha. Siento que la raza humana vive pendiente de un hilo, en perpetuo estado de alarma, esperando y al mismo tiempo permitiendo que llegue un peligro que parece inminente y que no se sabe de cuál de los muchos frentes que hay abiertos va a proceder.
Es la insoportable levedad del ser, esa fragilidad y esa debilidad que tenemos las personas fruto de la extraña tendencia que mostramos, sobre todo últimamente, hacia la autodestrucción. Tentamos a la muerte de mil maneras, conduciendo a gran velocidad, bebiendo y fumando continuamente, practicando sexo indiscriminadamente y sin tomar precauciones, consumiendo drogas porque lo prohibido nos fascina, haciendo deportes de riesgo porque es lo que está de moda….
Atrapados en esta bola azul que flota en la negra nada que es la Tierra, da igual que queramos escaparnos con cohetes a otros planetas, mucho más feos que el nuestro hasta el momento. Da igual que nos empeñemos en conocer gente que nunca hemos visto y que posiblemente nunca veremos y que se supone existe en otros mundos, en lugar de intentar conocer mejor a los que nos son cercanos.
Verdaderamente esta levedad del ser resulta a veces insoportable. O quizá esta creciente mediocridad que nos invade.
En mi infancia, como bien retrata la serie “Cuéntame”, había platos de Duralex, se llevaban las faldas escocesas muy cortas, las familias permanecían unidas contra viento y marea, y la televisión era el centro de reunión y de información de todo el mundo.
Recuerdo que no existía el descontento y la crispación social que se ve ahora, no se veía mendicidad por las calles y podías salir hasta tarde sin temor a que te pasara nada malo. No había problemas de extranjería, ni pateras. No se conocían los contratos basura, aunque los sueldos eran más modestos que ahora y había menos comodidades en general, algo que tampoco se echaba mucho en falta.
No había drogadictos, ni sexo precoz, ni problemas de alcoholismo y tabaquismo a edad temprana.
La gente disfrutaba como enanos con sólo dos canales de televisión. Había sesión doble en los cines por el mismo precio. Se tomaban los alimentos sin desconfianza porque no se conocían las vacas locas, ni la gripe aviar, ni el aceite de colza.
Las hamburguesas no habían implantado su feudo en la dieta juvenil, ni la comida rápida. En las casas olía a guisos y las madres no se tenían que preocupar de si podrían amamantar y cuidar de sus hijos el tiempo suficiente antes de tener que incorporarse al trabajo, ya que ahora hay que pagar la hipoteca hasta más allá de la edad de jubilación, y como el divorcio está a la orden del día tampoco una mujer se puede permitir el lujo como antes de depender económicamente del marido.
Se iba a Misa cada domingo y se vestía con buen gusto (aún no se había inventado la moda “grunge”). Las familias numerosas proliferaban: las casas, las calles y los colegios estaban llenos de niños.
No había violencia en las películas ni en los telediarios, ni sexo explícito, y menos en franja horaria infantil. La censura servía, más que nada, para preservar la inocencia de los niños y no dañar su sensibilidad, porque cada cosa ha tenido siempre su momento. Se tenía muy en cuenta la salud psíquica del colectivo social, había una delicadeza para con todo el mundo que ahora no se ve. Y no es que antaño se tratara de mantener a la gente en la ignorancia. Ahora sabemos mucho de todo, la información corre a raudales por todas partes, pero sabemos cosas que no nos ayudan precisamente a vivir mejor, cosas que no aportan nada a nuestras vidas, que no nos enriquece como personas si no todo lo contrario.
Conceptos como “violencia de género”, que tampoco se llamaba de esta manera tan singular, se referían a casos aislados de gente tarada y de baja extracción, había un respeto por la mujer, una deferencia que ha desaparecido prácticamente.
Los bebés no eran abortados a cientos cada años en lugares legalmente reconocidos. La gente joven se amoldaba a una paga que se le daba en casa, normalmente modesta, y a los extras que se sacaran con algún trabajo eventual, y lo pasaban en grande con pocas cosas. No disfrutaban de los lujos y caprichos de la juventud actual, que además parece no tener nunca suficiente. Nadie les ha enseñado que no es más feliz el que más tiene si no el que menos necesita.
Había ilusión, inocencia, esperanza en un mañana en el que la vida sonreía a todos en mayor o menor medida. La televisión de hoy en día hace imposible todo eso, te muestra sin piedad una violación a las cuatro de la tarde, o las relaciones extramatrimoniales de varias parejas casadas como la cosa más normal.
Los ejemplos que nos enseñan con estos programas sacan a relucir lo peor del ser humano, todas sus lacras. Estamos enfermando porque nos inoculan a diario un veneno que nos produce angustia, desesperación, escepticismo, desesperanza. Parece que vivimos una era postnuclear sin haber estallado aún ninguna bomba atómica de las que tanto dicen que acabará con el mundo conocido.
Aún no estamos en un planeta dominado por los simios, ni nos encontraremos ninguna Estatua de la Libertad medio destruida y abandonada en cualquier playa para recordarnos que antes hubo una civilización hecha por ser humanos que aún tenían principios, que aún tenían valores que fundamentaran sus vidas.
Nos estamos autodestruyendo y no hace falta ningún Nostradamus que venga para recordárnoslo. No sé por qué el Mal puede cada vez más al Bien, no sé qué pretendemos con todo ésto y a dónde vamos a llegar.
Me niego a verme inmersa en un Universo vacío y sin sentido, en una pesadilla kafkiana, en una existencia surrealista. Para qué he traído hijos al mundo, no será para vivir esta realidad precaria y absurda, no para ser conducidos a un destino desolado, deshumanizado y descreído de todo.
Por qué será que siempre el ser humano acaba con todos los Paraísos, por qué nos gusta refocilarnos en la inmundicia. Ahora encontramos divertida la grosería y el mal gusto, nos reimos cuando vemos la reputación de los demás destruida con cuatro palabras crueles y falsas en cualquier medio de comunicación. Lo necio y lo mezquino es lo que se lleva.
Detengamos esta máquina demoledora, no sé a quién se le ocurrió ponerla en marcha. Siento que la raza humana vive pendiente de un hilo, en perpetuo estado de alarma, esperando y al mismo tiempo permitiendo que llegue un peligro que parece inminente y que no se sabe de cuál de los muchos frentes que hay abiertos va a proceder.
Es la insoportable levedad del ser, esa fragilidad y esa debilidad que tenemos las personas fruto de la extraña tendencia que mostramos, sobre todo últimamente, hacia la autodestrucción. Tentamos a la muerte de mil maneras, conduciendo a gran velocidad, bebiendo y fumando continuamente, practicando sexo indiscriminadamente y sin tomar precauciones, consumiendo drogas porque lo prohibido nos fascina, haciendo deportes de riesgo porque es lo que está de moda….
Atrapados en esta bola azul que flota en la negra nada que es la Tierra, da igual que queramos escaparnos con cohetes a otros planetas, mucho más feos que el nuestro hasta el momento. Da igual que nos empeñemos en conocer gente que nunca hemos visto y que posiblemente nunca veremos y que se supone existe en otros mundos, en lugar de intentar conocer mejor a los que nos son cercanos.
Verdaderamente esta levedad del ser resulta a veces insoportable. O quizá esta creciente mediocridad que nos invade.
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