Nunca antes había jugado al ajedrez usando una Nintendo DS, hasta que el otro día me propuso mi hijo jugar de este modo. Yo no sé usar ninguna de estas maquinitas que tanto gustan a los chicos, pero su manejo es sencillo, e incluso permite algunas licencias.
Yo veo en mi pantalla lo que hace Miguel Ángel, y él en la suya lo que hago yo. A veces, cuando va a mover, coge la pieza con el palito que se usa para moverse por la pantalla y, antes de depositarla en el lugar definitivo que haya elegido, inicia con ella una loca carrera rodeando al resto de las piezas, escondiéndose detrás de ellas, mientras con una vocecita hace como que pide socorro y está huyendo de un peligro inminente. O rebota en unas y en otras como si se tratara de un pin-ball. Teme mis movimientos, y también las decisiones que tiene que tomar, por si se está equivocando.
Con la Nintendo, cuando un peón llega al límite del lado contrario, en lugar de convertirse simplemente en una nueva reina, como en el ajedrez tradicional, aparece una pantallita en la que puedes escoger esa y otras piezas, pues a lo mejor te conviene tener en tu ejército un alfil, un caballo o una torre. Para mí la reina siempre ha sido la mejor, la que mayor libertad te da y con la que más cosas puedes hacer, pero en gustos no hay nada escrito.
Cada vez que le digo rey, surge una ventanita que dice ¡jaque!, y cuando la partida se prolonga sólo un poco más de la cuenta y no tiene visos de cambiar su desarrollo, automáticamente aparece un cuadradito que dice “Tablas”, y te obliga a terminar la partida.
Fue mi padre el que me enseñó hace muchos años, y con él jugaba partidas interminables y sucesivas mientras estábamos de vacaciones. Algunas veces ganaba él y otras veces yo, pero a la que nunca pude vencer, al menos que yo recuerde, fue a mi hermana. Ella me vencía en todas las partidas, y dejó de jugar conmigo porque se aburría, decía que empleaba demasiado tiempo en pensar las jugadas y mover.
Con el tiempo he tenido otros contrincantes: dos primos míos (uno me ganó y al otro le gané yo), y un compañero de mi primer trabajo, que organizó un duelo a muerte en presencia de toda la oficina (quedamos en tablas, cosa que le fastidió a él, no a mí desde luego). En esta vida hay que saber perder y también hay que saber quedar en tablas, por qué no.
Desde luego, donde esté un buen tablero de ajedrez, grande, hecho de algún material bonito, y unas piezas de tamaño interesante, pero con las figuras tradicionales, no esas que pretenden ser modernas e innovadoras y no sabes lo que representan cada una de ellas, que se quite todo lo demás. Esa es una cuenta que tengo yo pendiente con este juego, un tablero en condiciones, pues lo que tengo en casa y lo que tenía en su casa mi padre era el típico ajedrez magnético para llevar en los viajes, pequeñajo, con piezas tan diminutas que casi se pierden entre los dedos.
Siempre he admirado a esos grandes campeones que aparecen en televisión, marcando sus tiempos con un reloj (lo que hubiera querido mi hermana que hiciéramos para que yo no tardara tanto), y que son capaces de jugadas geniales, maestras, movimientos que nunca se le han ocurrido antes a nadie. Y cuando ha terminado el duelo y se ponen a repasar las jugadas que han hecho, las manos de unos y otros se mueven a una velocidad tal que casi no se las puede ver. Es alucinante.
Mi padre cuenta que cuando era pequeño había un niño en donde él vivía que jugaba partidas simultáneas con mucha gente a la vez, colocados en mesas alargadas. Era un prodigio verlo.
En el cine hay buenos ejemplos de lo que puede llegar a ser un simple juego de ajedrez, y en este sentido la película que más me ha impresionado siempre es “El séptimo sello”, cuando Max von Sydow vestido de negro encarnando a la Muerte jugaba una partida de ajedrez con el contrincante de turno, al que si ganaba se llevaba consigo.
La partida que se jugó en la primera de las películas de Harry Potter era impresionante, cuando los protagonistas montaban sobre piezas gigantescas que caían aparatosamente haciéndose pedazos sobre un descomunal tablero cada vez que eran comidas. Aquella era una partida siniestra en la que también se jugaban la vida.
Yo no soy una gran jugadora, no sé planear jugadas interesantes y cuando gano la primera sorprendida soy yo, hay poca premeditación en lo que hago, como si mi inesperado éxito fuera producto del azar, pero sí me gusta que me sorprendan. Siempre se aprende algo nuevo cada vez que pones tus piezas en un tablero frente a las piezas del contrincante.
Yo veo en mi pantalla lo que hace Miguel Ángel, y él en la suya lo que hago yo. A veces, cuando va a mover, coge la pieza con el palito que se usa para moverse por la pantalla y, antes de depositarla en el lugar definitivo que haya elegido, inicia con ella una loca carrera rodeando al resto de las piezas, escondiéndose detrás de ellas, mientras con una vocecita hace como que pide socorro y está huyendo de un peligro inminente. O rebota en unas y en otras como si se tratara de un pin-ball. Teme mis movimientos, y también las decisiones que tiene que tomar, por si se está equivocando.
Con la Nintendo, cuando un peón llega al límite del lado contrario, en lugar de convertirse simplemente en una nueva reina, como en el ajedrez tradicional, aparece una pantallita en la que puedes escoger esa y otras piezas, pues a lo mejor te conviene tener en tu ejército un alfil, un caballo o una torre. Para mí la reina siempre ha sido la mejor, la que mayor libertad te da y con la que más cosas puedes hacer, pero en gustos no hay nada escrito.
Cada vez que le digo rey, surge una ventanita que dice ¡jaque!, y cuando la partida se prolonga sólo un poco más de la cuenta y no tiene visos de cambiar su desarrollo, automáticamente aparece un cuadradito que dice “Tablas”, y te obliga a terminar la partida.
Fue mi padre el que me enseñó hace muchos años, y con él jugaba partidas interminables y sucesivas mientras estábamos de vacaciones. Algunas veces ganaba él y otras veces yo, pero a la que nunca pude vencer, al menos que yo recuerde, fue a mi hermana. Ella me vencía en todas las partidas, y dejó de jugar conmigo porque se aburría, decía que empleaba demasiado tiempo en pensar las jugadas y mover.
Con el tiempo he tenido otros contrincantes: dos primos míos (uno me ganó y al otro le gané yo), y un compañero de mi primer trabajo, que organizó un duelo a muerte en presencia de toda la oficina (quedamos en tablas, cosa que le fastidió a él, no a mí desde luego). En esta vida hay que saber perder y también hay que saber quedar en tablas, por qué no.
Desde luego, donde esté un buen tablero de ajedrez, grande, hecho de algún material bonito, y unas piezas de tamaño interesante, pero con las figuras tradicionales, no esas que pretenden ser modernas e innovadoras y no sabes lo que representan cada una de ellas, que se quite todo lo demás. Esa es una cuenta que tengo yo pendiente con este juego, un tablero en condiciones, pues lo que tengo en casa y lo que tenía en su casa mi padre era el típico ajedrez magnético para llevar en los viajes, pequeñajo, con piezas tan diminutas que casi se pierden entre los dedos.
Siempre he admirado a esos grandes campeones que aparecen en televisión, marcando sus tiempos con un reloj (lo que hubiera querido mi hermana que hiciéramos para que yo no tardara tanto), y que son capaces de jugadas geniales, maestras, movimientos que nunca se le han ocurrido antes a nadie. Y cuando ha terminado el duelo y se ponen a repasar las jugadas que han hecho, las manos de unos y otros se mueven a una velocidad tal que casi no se las puede ver. Es alucinante.
Mi padre cuenta que cuando era pequeño había un niño en donde él vivía que jugaba partidas simultáneas con mucha gente a la vez, colocados en mesas alargadas. Era un prodigio verlo.
En el cine hay buenos ejemplos de lo que puede llegar a ser un simple juego de ajedrez, y en este sentido la película que más me ha impresionado siempre es “El séptimo sello”, cuando Max von Sydow vestido de negro encarnando a la Muerte jugaba una partida de ajedrez con el contrincante de turno, al que si ganaba se llevaba consigo.
La partida que se jugó en la primera de las películas de Harry Potter era impresionante, cuando los protagonistas montaban sobre piezas gigantescas que caían aparatosamente haciéndose pedazos sobre un descomunal tablero cada vez que eran comidas. Aquella era una partida siniestra en la que también se jugaban la vida.
Yo no soy una gran jugadora, no sé planear jugadas interesantes y cuando gano la primera sorprendida soy yo, hay poca premeditación en lo que hago, como si mi inesperado éxito fuera producto del azar, pero sí me gusta que me sorprendan. Siempre se aprende algo nuevo cada vez que pones tus piezas en un tablero frente a las piezas del contrincante.
Y es que en eso consiste el ajedrez, en una pequeña batalla en la que dos ejércitos luchan con más o menos acierto y cuyo resultado puede a veces ser completamente inesperado.