El general David Petraeus ha sido elegido por Obama para que dirija la misión en Afganistán. Él está acostumbrado a acudir al rescate de la Casa Blanca. Ya lo hizo cuando George Bush lo envió a Iraq.
Y eso que la relación entre el actual presidente de los EE.UU. y él nunca ha sido buena. Todo empezó en Bagdad, durante la campaña presidencial. El entonces candidato estaba de gira por los cuarteles y Petraeus le cantó las cuarenta. En una presentación de diapositivas le explicó que su promesa electoral de comenzar la retirada de Iraq en 2010 y la de Afganistán en 2011 sería desastrosa. Quizá fue demasiado didáctico porque Obama, según sus asesores, se sintió tratado con condescendencia. Puede también que Petraeus se la tuviese guardada. En 2008, Obama fue uno de los senadores que lo acorraló durante una sesión en la que tuvo que dar explicaciones sobre la forma en que estaba conduciendo la guerra de Iraq.
A Petraeus le dolieron profundamente estas críticas porque con él había dado un giro inesperado un conflicto donde todo lo que podía ir mal iba peor. Es un intelectual con un pensamiento original, doctorado en Relaciones Internacionales, que escribió su tesis sobre los errores en la guerra de Vietnam. Ese estudio fue el germen del manual de contrainsurgencia que ahora es el libro de cabecera en el Pentágono. Y sus recomendaciones fueron seguidas casi al pie de la letra en Iraq,
La consigna principal ya no es localizar al enemigo y destruirlo, sino estrechar lazos con la población civil y protegerla para convertir al enemigo en un paria, un estorbo. “Ganar los corazones y las mentes”, resume Petraeus. Uno de sus consejeros lo ilustra mejor: “Cuando cae una dictadura, no sólo desaparece el tirano de turno, también el camión de la basura. En Iraq no había electricidad ni agua corriente cuando llegamos. Petraeus veía los montones de basura apilados en las calles y sabía que estábamos perdiendo la guerra. Se esforzó para que los iraquíes tuviesen su propia policía, su propio ejército y, sobre todo, para que los basureros volvieran a hacer su trabajo”.
Lo primero que hizo Petraeus fue obligar a los soldados estadounidenses a desplegarse fuera de sus cinco grandes bases, donde estaban aislados de la población, como un ejército colonial, y acobardados por los atentados. Y les ordenó bajarse de sus blindados y patrullar a pie. Sus tropas siguieron persiguiendo a los insurgentes, pero también ayudaron a reconstruir escuelas, refinerías, sistemas de regadío, campos de fútbol, mezquitas. Y protegieron los pequeños negocios. Exigió a sus soldados que fuesen corteses y educados con los civiles. Forjó alianzas con los suníes y aprovechó el hartazgo de la mayoría de la población con el desprecio por la vida de los terroristas de Al Qaeda. Puso en nómina a líderes locales, vecinos concienciados y milicianos.
Los generales más duros se le echaron encima. Le reprochaban su ingenuidad, argumentaban que el Ejército no es una ONG. El gobierno de Bush no las tenía todas consigo, y el ciudadano medio ya estaba harto de ataúdes envueltos en la bandera.
Las cifras le dieron la razón a Petraeus. Cuando tomó el mando morían 21 iraquíes cada día en atentados suicidas o con coche bomba. Un año después era 10. En la actualidad 5. Las bajas estadounidenses también cayeron: de 904 militares en 2007 a 314 en 2008 y 149 en 2009. Este año van 16.
La opinión pública empezó a preguntarse quién era ese general nada arrogante, que resultaba encantador en el trato y profundo en sus reflexiones. Su doble faceta de intelectual y guerrero cautiva a muchos norteamericanos. Petraeus se ha rodeado de especialistas que van más allá del ámbito militar. Prefiere tener a su lado gente con espíritu crítico, que lo desafíe y ponga en cuestión sus decisiones. Su estable vida privada, felizmente casado desde hace décadas con su primera y única novia de juventud, hija de militar también, y padre de dos hijos, le dota de una imagen pública impecable y tradicional.
El nuevo comandante en jefe de las tropas de EE.UU. y la OTAN en Afganistán ha sobrevivido a multitud de contratiempos. Su cuerpo delgado y fibroso esconde una naturalea férrea. En 1991, durante unas maniobras, un soldado tropezó y su M-16 disparó una ráfaga que le alcanzó. Una bala le entró de lleno por la letra A de Petraeus y pasó a un dedo de uno de sus pulmones. En 2000 saltó de un avión, pero el paracaídas se le cerró a 18 metros del suelo. Fractura de pelvis. Lleva una placa de metal, pero a sus 57 años sigue corriendo 9 kms. todos los días. En octubre pasado se le detectó un cáncer de próstata, pero eso no le ha hecho bajar su ritmo. Trabaja 18 horas diarias. El mes pasado se desmayó mientras testificaba ante el Senado. Estaba deshidratado.
Ahora le toca apechugar con un destino ingrato, la dirección de una guerra gangrenada. Afganistán es un país deshilachado, sin Estado ni infraestructuras, sin apenas tejido social, con un enemigo inexpugnable en las montañas. El presidente Karzai es un tipo impredecible. Y los talibanes resisten. Llevan 30 años combatiendo.
Todos nos preguntamos qué será de esta contienda. Y de qué será capaz David Petraeus, el hombre que ha cambiado la forma de combatir, la manera de concebir la guerra.
Y eso que la relación entre el actual presidente de los EE.UU. y él nunca ha sido buena. Todo empezó en Bagdad, durante la campaña presidencial. El entonces candidato estaba de gira por los cuarteles y Petraeus le cantó las cuarenta. En una presentación de diapositivas le explicó que su promesa electoral de comenzar la retirada de Iraq en 2010 y la de Afganistán en 2011 sería desastrosa. Quizá fue demasiado didáctico porque Obama, según sus asesores, se sintió tratado con condescendencia. Puede también que Petraeus se la tuviese guardada. En 2008, Obama fue uno de los senadores que lo acorraló durante una sesión en la que tuvo que dar explicaciones sobre la forma en que estaba conduciendo la guerra de Iraq.
A Petraeus le dolieron profundamente estas críticas porque con él había dado un giro inesperado un conflicto donde todo lo que podía ir mal iba peor. Es un intelectual con un pensamiento original, doctorado en Relaciones Internacionales, que escribió su tesis sobre los errores en la guerra de Vietnam. Ese estudio fue el germen del manual de contrainsurgencia que ahora es el libro de cabecera en el Pentágono. Y sus recomendaciones fueron seguidas casi al pie de la letra en Iraq,
La consigna principal ya no es localizar al enemigo y destruirlo, sino estrechar lazos con la población civil y protegerla para convertir al enemigo en un paria, un estorbo. “Ganar los corazones y las mentes”, resume Petraeus. Uno de sus consejeros lo ilustra mejor: “Cuando cae una dictadura, no sólo desaparece el tirano de turno, también el camión de la basura. En Iraq no había electricidad ni agua corriente cuando llegamos. Petraeus veía los montones de basura apilados en las calles y sabía que estábamos perdiendo la guerra. Se esforzó para que los iraquíes tuviesen su propia policía, su propio ejército y, sobre todo, para que los basureros volvieran a hacer su trabajo”.
Lo primero que hizo Petraeus fue obligar a los soldados estadounidenses a desplegarse fuera de sus cinco grandes bases, donde estaban aislados de la población, como un ejército colonial, y acobardados por los atentados. Y les ordenó bajarse de sus blindados y patrullar a pie. Sus tropas siguieron persiguiendo a los insurgentes, pero también ayudaron a reconstruir escuelas, refinerías, sistemas de regadío, campos de fútbol, mezquitas. Y protegieron los pequeños negocios. Exigió a sus soldados que fuesen corteses y educados con los civiles. Forjó alianzas con los suníes y aprovechó el hartazgo de la mayoría de la población con el desprecio por la vida de los terroristas de Al Qaeda. Puso en nómina a líderes locales, vecinos concienciados y milicianos.
Los generales más duros se le echaron encima. Le reprochaban su ingenuidad, argumentaban que el Ejército no es una ONG. El gobierno de Bush no las tenía todas consigo, y el ciudadano medio ya estaba harto de ataúdes envueltos en la bandera.
Las cifras le dieron la razón a Petraeus. Cuando tomó el mando morían 21 iraquíes cada día en atentados suicidas o con coche bomba. Un año después era 10. En la actualidad 5. Las bajas estadounidenses también cayeron: de 904 militares en 2007 a 314 en 2008 y 149 en 2009. Este año van 16.
La opinión pública empezó a preguntarse quién era ese general nada arrogante, que resultaba encantador en el trato y profundo en sus reflexiones. Su doble faceta de intelectual y guerrero cautiva a muchos norteamericanos. Petraeus se ha rodeado de especialistas que van más allá del ámbito militar. Prefiere tener a su lado gente con espíritu crítico, que lo desafíe y ponga en cuestión sus decisiones. Su estable vida privada, felizmente casado desde hace décadas con su primera y única novia de juventud, hija de militar también, y padre de dos hijos, le dota de una imagen pública impecable y tradicional.
El nuevo comandante en jefe de las tropas de EE.UU. y la OTAN en Afganistán ha sobrevivido a multitud de contratiempos. Su cuerpo delgado y fibroso esconde una naturalea férrea. En 1991, durante unas maniobras, un soldado tropezó y su M-16 disparó una ráfaga que le alcanzó. Una bala le entró de lleno por la letra A de Petraeus y pasó a un dedo de uno de sus pulmones. En 2000 saltó de un avión, pero el paracaídas se le cerró a 18 metros del suelo. Fractura de pelvis. Lleva una placa de metal, pero a sus 57 años sigue corriendo 9 kms. todos los días. En octubre pasado se le detectó un cáncer de próstata, pero eso no le ha hecho bajar su ritmo. Trabaja 18 horas diarias. El mes pasado se desmayó mientras testificaba ante el Senado. Estaba deshidratado.
Ahora le toca apechugar con un destino ingrato, la dirección de una guerra gangrenada. Afganistán es un país deshilachado, sin Estado ni infraestructuras, sin apenas tejido social, con un enemigo inexpugnable en las montañas. El presidente Karzai es un tipo impredecible. Y los talibanes resisten. Llevan 30 años combatiendo.
Todos nos preguntamos qué será de esta contienda. Y de qué será capaz David Petraeus, el hombre que ha cambiado la forma de combatir, la manera de concebir la guerra.