Este verano contemplo con delectación lo muy mayores que se han hecho mis hijos, y también con un poquito de melancolía, al ver lo deprisa que pasa el tiempo, pues no hace tanto que aún los tenía en mis brazos.
Miguel Ángel ha empezado a afeitarse. A sus 14 años, y tras haberle comprado yo una máquina de afeitar manual de lo más aerodinámico y su abuelo espuma, se ha encerrado en el servicio en un par de ocasiones para iniciarse por su cuenta y riesgo en las prácticas habituales en los que han alcanzado la edad viril, o la están atisbando. No le gusta que le miren mientras lo hace, pero sí que he podido echar algún vistazo al entrar o salir del baño con cualquier pretexto, y está muy gracioso con la cara llena de espuma y la hoja de afeitar en la mano. Él se sonríe cuando ve que lo observo. Es ya un hombrecito. En realidad le está saliendo algo de bigote y unos pelillos en la barbilla. En la cara casi no se le aprecian, aunque él dice que algo tiene, y por eso se afeita también por ahí, para que le salgan más. Está más alto que yo y ya gasta un 43 de pie. Sus piernas vellosas lucen largas y adolescentes con sus bermudas. Pero pese a todas estas señales de incipiente hombría, le sigo viendo usar con su Nintendo juegos en los que salen los Simpson, o le encanta la última película de Shrek que han estrenado ahora. Un cuerpo grande con una mente aún infantil.
Ana ha empezado a usar tampones. El año pasado, cuando le vino la menstruación, aún era demasiado pronto para ella. Ha tenido un año y pico para familiarizarse con las cosas propias del sexo femenino, y ya este verano se ha armado de valor y los ha incorporado a sus costumbres de mujer. No en vano se trata de un objeto extraño que introducimos en nuestro cuerpo, y cuando nunca antes se han utilizado resulta un tanto molesto, y hasta un poco doloroso. Me encanta lo decidida que es Ana para casi todo en la vida. El año pasado intentó ponérselos en varias ocasiones sin conseguirlo, y acababó muy desazonada. Siempre que no es capaz de hacer algo que se ha propuesto le pasa lo mismo. Y es que es un fastidio renunciar al mar o a la piscina por unos días de regla.
Ana es una mujer de 12 años, casi 13. Entre sus cosas personales no pueden faltar varios productos para el cuidado del cabello, así como algunos cosméticos para realzar sus ojos y su boca. Nadie le ha enseñado a arreglarse, y lo hace estupendamente. Se inventa montones de peinados y se pinta con discreción y acierto. Nunca sale a la calle sin llevar rimel y su rayita en los ojos. El gloss abrillantador de labios es opcional.
Su colección de sujetadores es muy sugerente, todos tan redonditos, con cazuelas y algo de relleno, algunos con alguna flor o mariposa dibujada, o con algún brillantito incrustado. Ella está muy bien dotada, como todas las mujeres de la familia, y lo luce sin complejos.
Qué distinto todo de cuando yo tenía su edad. Recuerdo mi primer sujetador con 10 años. Era amarillo pálido, y me lo compraron en algún saldo. Cómo me pudo gustar ese color. También me hizo mucha ilusión empezar a usarlo, era mi primer paso para ser mujer. Yo, al contrario que Ana, me sentía incómoda conmi pecho, por lo exuberante. Los chicos me miraban con insistencia a la hora de gimnasia y cuchicheaban entre ellos, porque teníamos que llevar una camiseta en verano que no es que se ciñera mucho, pero sí lo justo para despertar los deseos ajenos. Cómo me molestaba eso, ninguna otra compañera estaba como yo, me sentía una atracción de feria. y es que no hay nada peor para una tímida que llamar la atención. Cuántas tonterías, si lo comparo con la naturalidad de Ana. A ella no le gusta pasar desapercibida, pero tampoco resultar exagerada. Siendo aún tan jovencita ha encontrado el equilibrio perfecto para gustarse y gustar, para sentirse bien consigo misma, y siempre experimentando.
A los 11 años y medio me llegó la mentruación. La primera sorprendida fuí yo, y eso que hacía tiempo que la estaba esperando. Lo peor era el dolor, y más en aquella época que no me tomaba nada para quitarlo. Hasta que no tuve a mis hijos no cesó cada vez que tenía la regla, y aún después alguna vez reaparece. Son gajes del oficio de ser mujer. El tampón aún no existía, y cuando se comercializó tardé bastante en usarlo. No era tan atrevida como Ana, aquello se me hacía un mundo.
A los 13 ó 14 años me pintaba las uñas con tonos rosas suaves, y a los 15 empecé con la raya del ojo. Recuerdo que a mi hermana no le gustó, y es que el arreglo más simple puede cambiar mucho la fisonomía de la cara. A los 16 llegó las sombras de ojos, recomendadas por una compañera del instituto que había estudiado estheticienne y se arreglaba muy bien. Eran las sombras Gavel, que ya han desaparecido, y que tenían unos tonos suaves muy bonitos.
Con esas edades me encantaba ponerme tacones altos, al contrario que ahora, que voy a lo práctico, supongo que porque quería parecer mayor.
Son épocas diferentes, pero la ilusión por dejar la niñez y alcanzar la edad adulta es siempre la misma. En realidad cuando nos hacemos mayores lo que queremos es poder mostrar nuevas formas de expresarnos, sólo nuestras, ir construyendo nuestra personalidad y que llegue el día en que podamos tomar las riendas de nuestra vida.