viernes, 2 de julio de 2010

Nothing like the sun


Este año, cuando me he situado por primera vez frente al mar, he tenido la sensación de que todo estuviera a un nivel muy bajo, como plano, y sólo el inmenso cielo azul lo dominara todo. Será porque en la ciudad nos acostumbramos a estar rodeados de grandes edificios: vivimos, trabajamos y nos movemos entre altísimos moles de hormigón, y ésto cambia nuestra forma de mirar, la manera como concebimos los espacios.


Al llegar a la playa, todo me ha parecido más simple, como despejado. No hay acumulación de casas, de personas. de nada, sólo espacios abiertos en los que poder relajar la vista.


Quizá porque desde hace un tiempo trabajo en un edificio hermético, a que Madrid se está convirtiendo en una ciudad agobiante, difícil para poder vivir en ella y disfrutar, o a que estoy perdiendo la buena costumbre que tenía de perderme por parajes naturales, lo cierto es que este año el estar al aire libre y en contacto con la Naturaleza era algo que me hacía falta y que ya estaba echando de menos.


Los de la urbe llegamos a la costa con nuestro aspecto de zombies, la piel blancucha, reflejando en la cara los signos del cansancio y el stress acumulados durante todo el año. Pero al cabo de unos pocos días nuestro aspecto cambia: la vida apacible, sin preocupaciones ni horarios rígidos, el sol que broncea nuestra piel, el aire del mar, todo contribuye a mejorar nuestra salud, todo se confabula para que cambie nuestra apariencia y luzcamos definitivamente estivales.


No en vano este es el look que ofrecen los multimillonarios durante todo el año, los dueños de enormes yates que surcan los mares de las rutas más cotizadas por los turistas. Los sibaritas están ligando bronce sin parar los 365 días, porque no habitan en lugares donde exista el invierno y sus vidas no están marcadas por rutinas alienantes. Es la dolce vita.


Como decía Sting en una de sus canciones, Nothing like the sun.
 
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