Hace un par de días veía con mi hija una de las películas de Paco Martínez Soria y, para mi asombro, comprobé que a ella, pese a ser aún una niña y pertenecer a una época distinta de aquella en la que este actor vivió, y en la que se desarrolló mi infancia, le hacían mucha gracia sus ocurrencias y sus gestos, y Ana no es de las que se ríen con cualquier cosa.
El cine que se hacía en los años 70 oscilaba en su mayoría desde el destape a las historias de catetos, cuando no ambas cosas a la vez. Paco Martínez Soria interpretó durante mucho tiempo el papel de pueblerino, con o sin boina, según la ocasión, al que todos toman por tonto y al que siempre quieren engañar. Cuando se lleva su primera decepción, pues él confía en todo el mundo y su inocencia es como la de un niño, urdirá una pequeña venganza haciendo creer que sigue siendo el mismo de siempre, para terminar haciéndose dueño de la situación y dando una lección a todos. La trama de sus películas seguía más o menos este hilo argumental, pero el otro día cuando veía una de ellas con mi hija me di cuenta de hasta qué punto este hombre podía llegar al corazón de la gente, daba igual su edad, época o condición.
A mí hace años me reventaban este tipo de películas, porque exportaba al exterior una imagen garrula de los españoles, convertidos en una especie de retrasados simples y paletos. Y sí que hubo películas que potenciaron ésto, sobre todo porque parecían hacer mucha gracia al público nacional. Era el equivalente al estereotipo de la peineta, el traje de faralaes y la paella, con los que nos identifican todavía por ahí fuera.
Pero Paco Martínez Soria le dió un giro distinto a este enfoque. Él es intemporal. Su humor blanco con unas gotitas de picante, muy al gusto de la época, resulta increiblemente tierno y espontáneo, esperanzador diría yo. Si todos pusiéramos atención en el mensaje que quiso transmitirnos, seríamos mucho más humanos y sinceros. El respeto a nuestros mayores, la transparencia, la honestidad, la falta de prejuicios y complejos, todo eso era él.
En sus films trabajaban muchos de los grandes actores y actrices que ha tenido este país, en papeles secundarios que arropaban a su protagonista sin desmerecer de él, todos igualmente importantes para el desarrollo de las tramas, comedias humorísticas con pequeñas dosis de melodrama. Viéndolos a todos, muchos de ellos ya fallecidos, siento una enorme lástima por todo el talento y el buenhacer que ha habido en nuestros lares en cuanto a la escena se refiere, y que parecen haber sido olvidados para siempre.
Paco trabajó hasta el último día de su vida, cuando por sus años otras personas hubieran preferido un retiro tranquilo y sin complicaciones. Llevaba la interpretación en la sangre, y supo sacar partido a ese personaje en el que pareció encasillarse, y con el que sin embargo se encontraba cómodo. Le sirvió para pasárselo bien y para hacérnoslo pasar bien a nosotros. Siempre le recordaremos como un niño grande, entrañable y pillín, guiñándonos un ojo de complicidad, en un gesto muy característico suyo, como quieréndonos decir que también nosotros estamos en el ajo, que le comprendemos, que sabemos lo que tiene entre manos, y que estamos con él pase lo que pase.