jueves, 22 de julio de 2010

La bandera


Es interesante comprobar cómo una misma cosa, dependiendo del sentido que quiera dársele, puede ser objeto de adoración o de odio. Y así está pasando con nuestra bandera.
Hasta hace no mucho la bandera nacional era tomada como símbolo del poderío del Estado Central, que es el que se supone que parte el bacalao e impide a las autonomías desarrollarse y potenciar sus propias idiosincrasias. Ahora, por arte de la magia del fútbol, se ha convertido en enseña nacional que todos mostramos con orgullo y con la que nos identificamos como no sucedía desde hace décadas.
La bandera de España, asociada a ideologías políticas del pasado, a totalitarismos, a autoridad, a Ejército, es ahora insigne muestra del espíritu de una nación que celebra su superioridad sobre el resto del mundo aunque sea en algo tan banal y al mismo tiempo tan popular como el fútbol. Parece que ya nadie se acuerda del desprecio con el que se señalaba a todo aquel que la incluía en su coche (muchos vehículos eran quemados en cuanto se les veía con alguna pegatina de la bandera), en la correa del reloj (costumbre que se identificaba con el mal llamado “facha”, de gomina en el pelo y gafas de sol oscuras), o en cualquier otro sitio.
Antes casi daba miedo colocar la bandera nacional en ninguna parte porque se podía ser víctima de todo tipo de actos vandálicos. Era como si tuviéramos que ocultarla como algo vergonzoso. Puro terrorismo.
Ahora se cuelga de balcones y ventanas, aunque ya ha pasado el Mundial, como para perpetuar el espíritu que la animó. Se cuelga también de la antena de radio de los coches, o se enseña por las ventanillas, y algunos la llevan pintada en el capó a gran escala, con escudo aguileño incluído. De repente nos hemos acordado que tenemos una bandera, como el resto de las naciones, que sí la aceptan y la muestran como enseña de su país, y como no tenemos término medio la exhibimos hasta la saciedad de mil maneras diferentes. O todo o nada.
Nunca llegaremos al patrioterismo de los franceses (chauvinismo decimos por aquí), ni al de los norteamericanos, que la miran con arrobo mientras, puestos en pie en señal de respeto y con la mano en el corazón, entonan su himno nacional. Y es que es lo suyo. Cada país tiene un nombre y un símbolo que lo distingue del resto, igual que todos tenemos un nombre y unos apellidos que nos identifican y nos distinguen del común de los mortales.
Por primera vez desde hace muchos años podemos reconocernos en una bandera no sólo sin sentir temor sino incluso orgullo. Algunos dirán que volvemos al pasado, que retrocedemos. No es verdad. Nos agarramos a lo que siempre ha estado ahí, a lo que ha permanecido a través de los años aún a costa del encono de ciertos sectores. Como hace el resto del mundo entero, que no viven en un pueblo a gran escala, peculiar cuando no extraño y lleno de prejuicios como es España.
Y han tenido que ser unos Mundiales de fútbol los que nos han hecho recapacitar, los que han conseguido reconducir el enfoque distorsionado que nos habían impuesto y que muchos se han encargado de difundir en los últimos tiempos, los que han permitido que volvamos nuestra mirada a esa enseña vetusta que nos aúna, para bien y para mal.
A golpe de goles, hoy volvemos a tener una bandera, y a quererla.
 
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