jueves, 12 de abril de 2012

Mis dos Anas


A veces sucede que, a lo largo de la vida, conoces a personas que, aunque no sean miembros de tu familia, las llegas a querer tanto o más que si lo fueran. Y así me viene pasando desde hace años con dos vecinas que vivían justo debajo de mi casa y que, por circunstancias, se tuvieron que ir a vivir a otro lugar.

Las dos se llaman Ana como mi hija. Son madre e hija las dos. Pocas personas he visto tan unidas y tan buenas. Vinieron a vivir allí poco tiempo después de llegar yo. Pronto supe de sus desdichas, maltratadas por el marido de una, padre de la otra. Recuerdo un día en que se me había caído un calcetín en sus cuerdas de tender ropa (me pasaba mucho por aquel entonces), y cuando bajé, enseguida me hicieron pasar para que lo recogiera.

Me enseñó la Ana madre su casa, recién reformada como la mía, decorada con un gusto primoroso. Pero estando en la cocina la pobrecita se echó a llorar, llena de temblores. Mientras un guiso borbotaba en el fuego y se asaba alguna exquisitez en el horno (una tarta de manzana me miraba desde una de las encimeras, ella es una gran cocinera), me contó los sinsabores de su matrimonio. Parece norma general que los malos hombres estén siempre con mujeres muy buenas, sino quién les iban a aguantar, cómo iban a poder hacer y deshacer a su antojo y tan mezquinamente.

Ana parecía al borde de una crisis de nervios. Los años que llevaba aguantando malos tratos le estaban pasando factura. Vivía atemorizada, atormentada por un chiflado y un bestia que pasaba por cuerdo a ojos de los demás. Yo no sabía cómo ayudarla, qué podía hacer para aliviar sus pesares, aunque con aquella conversación ella ya se desahogaba, pues no con todo el mundo se tiene la oportunidad de descargar ciertas tribulaciones tan personales.

No recuerdo cuántos años estuvieron viviendo allí, pero cuando supe que se iban me pareció que habían estado poco tiempo, tan a gusto me sentía con su cercanía, y lo lamenté mucho. Pero para ellas fue lo mejor. Ana hija se había comprado un piso en otro barrio y juntas se fueron a vivir en amor y compañía.

La mayor de las Anas nos quería mucho a mí y a mi familia. Siempre que nos veía se emocionaba enormemente. Se le saltaban las lágrimas y se ponía a temblar como una hoja. Ella es uno de los seres más sensibles que he tenido la fortuna de conocer nunca. Aunque era una mujer sin casi instrucción, y parecía que su cojera la relegaba al lugar de los seres desvalidos y minusválidos, ella no se arredraba, y su inteligencia y su extrema bondad de corazón le hacían ver más allá de lo que aprecian los ojos, allí donde otros no ven nada. Afectuosa en extremo, nos cogía de las manos mientras conversábamos, en la medida que su timidez y su enorme educación le permitían. Debido a las penosas circunstancias de su vida, necesitaba del amor de los demás mucho más que cualquier otra persona.

No le faltaban prendas a la hora de ensalzar las cualidades de los demás. Una de las últimas veces que la vi me dijo, en un momento dado, mirándome de arriba abajo y como arrebatada: “Pilar, tú eres una mujer de los pies a la cabeza”. Siempre me han abrumado estas muestras de reconocimiento ajeno, y a ella le agradeceré eternamente las cosas tan bonitas que me dijo mientras nos tratamos, porque aunque son inmerecidas, viniendo de su boca adquieren para mí un valor trascendental.

Ana madre estaba curtida en el dolor del absurdo que supone el maltrato indiscriminado y sistemático sin origen concreto. Su sensibilidad y sus sentidos se rebelaban contra todo aquello. Del fondo de su alma y de su conciencia sacaba fuerzas para resistir, amparada en sus certezas morales y en la hondura de sus buenos sentimientos, que ni siquiera las adversidades habían conseguido destruir.

Tras su marcha me he encontrado alguna vez con Ana hija. Siempre que la veo le pregunto por su madre. Ella está más tranquila, y sólo la molestan los achaques propios de la edad. Ella es tan extraordinaria como su madre. Ha pasado mucho para lo joven que es, pero es precisamente la juventud lo que permite que se superen más fácilmente las malas experiencias. Habla con dulzura y suavidad, es muy trabajadora, inteligente y buena como su progenitora. Todo lo analiza y todo lo comprende, a cada cosa le da el valor que merece, todo lo ve con meridiana claridad. Siempre le doy recuerdos para su madre, a la que echo mucho de menos.

Ya es imposible que ellas vuelvan a ser mis vecinas, pero igualmente las he de llevar en mi corazón para siempre, como llevo a todos aquellos que han aportado algo bueno a mi vida.

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