Cuando me da por quejarme de algo o siento el impulso reprochable y placenteramente masoquista de autocompadecerme, me viene a la memoria la imagen de personas como Ramón Sampedro, el tetrapléjico que inició la polémica sobre la eutanasia en nuestro país cuando programó su propia muerte ayudado por personas amigas, y pienso que hay desdichas que hacen palidecer las que yo pueda tener.
Hace poco que me decidí a ver Mar adentro pues, aunque el tema me interesa, no me he sentido capaz hasta ahora de acompañar al protagonista en su penosa trayectoria vital hasta su fallecimiento. Además el actor elegido para encarnarlo, Javier Bardem, nunca me ha gustado.
Pero en esta ocasión fue diferente. Bardem se mete de lleno en la piel de Ramón Sampedro, hasta el punto de hacernos creer que es él realmente, desvelándonos de paso aspectos que desconocía de su persona, como su pasión por la vida, a pesar de lo que pudiera hacer pensar su decisión final, y la curiosa fascinación que ejercía sobre las mujeres, a pesar también de su estado físico.
Con cuánto amor lo cuidaba su cuñada, que lo quería como a un hermano, casi como a un hijo por su desvalimiento. Cuánto amor despertó en la vecina de un pueblo cercano, madre soltera conductora de un programa radiofónico, que llegó a obsesionarse con él y a la que tuvo que cantar las 40 en un cierto momento. Y también el cariño de la escritora que va a visitarlo, interesada por su caso, y de la que se enamora, siendo correspondido por ella cuando ésta descubre que tiene una enfermedad degenerativa que también la invalidará para la vida.
El cariño de su sobrino, al que con frecuencia exaspera con sus constantes peticiones (qué duro para una persona joven tener que ocuparse de un enfermo), y el de su hermano y su padre, que lo quieren con la tosquedad y esa cerrada posesión tan propias de la gente del medio rural, y que no entienden su decisión.
Nos damos cuenta que Ramón es un ser humano que ama la vida intensamente, no sabemos si porque no puede vivirla como sería lo normal o porque él ha sido así siempre. Sus ensoñaciones le llevan a convertirse en un ave y traspasar la ventana de su habitación para lanzarse sobre los montes, los ríos y los valles, hasta llegar al mar. En esos momentos su cuerpo deja de ser una cárcel para convertirse en un ligero pájaro que recorre el mundo en libertad, sintiendo el olor de la hierba, el frescor de la brisa, el calor del sol.
Quién no ha soñado alguna vez con que es un pájaro que contempla desde las alturas la vida allá abajo, mientras las alas nos llevan a gran velocidad lejos de donde nos encontramos. Cualquiera que haya sentido su libertad mermada.
Vemos que, aunque una persona esté atada a una cama y se vea ahogada en la desesperación y la amargura, su corazón y su cerebro pueden funcionar incluso con más intensidad que los de muchas personas que no tienen esos problemas. Sampedro, en sus momentos de paz, es dulce y tierno, muy conmovible, inteligente y sensible, cariñoso pero con carácter cuando llega el caso, tiene siempre la palabra precisa y sabe llegar al corazón de todos. Su determinación y sus convicciones personales son tan fuertes y profundas como sólo pueden serlo en alguien al que la Madre Naturaleza o las circunstancias han dotado de una absoluta clarividencia. La certeza meridiana de que su existencia no va a sufrir mejoría y de que si no puede vivir con dignidad no desea seguir viviendo, puede más que la simple resignación o los ruegos de sus familiares.
La historia de Ramón Sampedro, de la mano de un inefable Javier Bardem, es una historia de amor en todas sus facetas y de pasión por la vida, una tragedia con final feliz: este hombre se fue de este mundo contento, aliviado, comprendido, respaldado por unas cuantas personas que le ayudaron a bien morir. Y entonces ya sí que pudo ser pájaro y remontar el vuelo, como haremos todos algún día, mar adentro….
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